sábado, 20 de octubre de 2012

El tesoro de Roque


Milia Gayoso (Paraguay)


Roque jugaba en la orilla del río. El lodo rubio se transformaba en figuras regordetas y desproporcionadas en sus manos. Hacía caballos y burros, pero de repente lo aplastaba todo, lo convertía en un yacaré o un pescado con alas y le agregaba una ramita seca en la terminación para que semejara una cola.
Se levantó del suelo y comprobó que en la zona de las sentaderas su pantalón estaba mojado y sucio y se encaminó hasta el agua para lavarlo. Resbaló y cayó de largo, ensuciándose por completo. Había dejado de llover dos horas antes y el lodo estaba resbaladizo.
Se adentró en el agua y se sumergió no muy lejos de la orilla para lavar sus ropas, porque imaginaba la reprimenda de su madre. Se quitó el pantalón y lo fregó una y otra vez hasta que pareció un poco más limpio. Cuando volvía a la orilla tropezó con algo duro (pensó que era un hueso de pescado o una piedra), no le hizo caso y continuó caminando.
Tendió su pantalón sobre una planta de tártago que crecía cerca de la costa y volvió a sus animalitos de lodo, pero le carcomió la curiosidad y volvió al agua. Se le ocurrió que aquello con lo que tropezó podría ser una piedra rara traída por el agua desde muy lejos, quizás desde Brasil, y volvió en su búsqueda. Tanteó agachado, tanteó con los pies y luego con las manos hasta que lo palpó. «Es un hueso -pensó-, el hueso de un animalito».
Lo sacó rápido y lo sacudió en el agua para sacarle todo el barro adherido. No era un hueso sino un paladar humano. Roque lo miró perplejo... y atacado por un acceso de miedo lo tiró con fuerza a la playa.
Tuvo el impulso de salir corriendo, pero la curiosidad pudo más y se acercó a él. Lo agarró con una hoja de tártago y lo examinó detenidamente: era la parte de arriba de un paladar. Tenía catorce dientes, uno de ellos de oro... todo cubierto de oro.
Se puso feliz pensando que podía vender ese diente y comprarse un caballo de verdad y hasta un tarro de dulces que le durara todo un año. Se sentó otra vez sobre la tierra mojada para examinar mejor su tesoro y ver la forma de arrancar del armaje al diente dorado. «¿Cómo apareció este paladar en el río?», pensó mientras le sacaba lustre al diente... «quizás alguien vino a lavarse los dientes y se le zafó...»
Entonces llegó Benito, con su hondita en la mano. Roque le mostró orgulloso su pequeño tesoro y le contó todo lo que pensaba comprar con su venta. 
-Eso debe ser del señor hinchado -dijo Benito.
-¿Qué señor hinchado? -preguntó Roque.
-De ese señor ahogado, que boyaba todo hinchado y apareció en la desembocadura del río Confuso.
Roque tiró espantado el paladar y corrió hacia su casa en calzoncillos, dejando su pantalón en la rama de la planta.
Benito alzó el pequeño armaje y se quedó pensando en lo que compraría con su fabuloso tesoro.

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