El manuscrito encontrado en Sarcelles - Didier Daeninckx (Francia)
Gabriel Tasson-Vasseur posó sus ojos en la biblioteca que ocupaba la pared
de enfrente y se puso a contar, en latín, los volúmenes encuadernados en
cuero y apretujados en el estante superior derecho, luego volvió a
contabilizar la cantidad de estantes y multiplicó. La cifra de tres mil
doscientos veintisiete hizo nacer, como cada día, una sonrisa en sus labios
académicos. Necesitaba llegar a ese resultado para estar en condiciones de
empezar su jornada laboral. Con la mente en paz, abrió el cofrecillo
pintado, puesto en la exacta mitad de su escritorio, y acomodó entre sus
dedos la joya Cartier que le servía de lapicera. La pluma labrada se abrió
en dos, bajo la presión, dejando a su paso un hilo delgado de tinta
brillante:
El ministro hizo pasar al procurador del rey a su despacho y le señaló una
silla.
«Sin duda -dijo- esta semejanza entre su poder, totalmente oficial, y el
de nuestra asociación, rigurosamente clandestina, pueda impactarle a
primera vista. Lo concibo. Pero más allá de lo que reclamamos, y a pesar de
esta impresión superficial y del sentido de igualdad democrática que
ustedes poseen en un alto grado, se dará cuenta de que si sus decisiones
ejercen una supremacía en el reino del derecho, las nuestras son maestras
en el reino del hecho, en el cual nos destacamos.»
Gabriel Tasson-Vasseur se dejó caer contra el respaldo de su sillón y
releyó en voz alta el monólogo de su personaje principal. Por un instante
se interrogó sobre la pertinencia de la palabra democrática que redundaba
con igualdad, estuvo tentado de tacharla y acabó dejándola en su lugar,
viendo en ello una suerte de provocación. Era casi mediodía cuando posó
tres veces la punta de su pluma sobre el papel para clausurar el
antepenúltimo capítulo de su novela con unos puntos suspensivos. Las
campanas de las doce y cuarto sonaron en Saint-Philippe-du-Roule cuando el
ama de llaves empujó la puerta del escritorio y atravesó el recinto, sin
decir palabra, hasta dejar la bandeja cargada de cubiertos y de vituallas
en una pequeña mesa redonda, cerca del ventanal. El académico se puso de
pie y se refrescó las manos y el rostro en el baño adyacente a su cuarto de
trabajo. Colocó la silla de forma tal que su mirada se orientase hacia el
eje de
los Campos Elíseos evitando los rayos directos del sol, luego mordisqueó
las terrinas, las carnes frías y los quesos. Se permitió un vaso de
cháteau-pirotte, un vino de la tierra que de ordinario bebía, antes de
pedir que le llamaran un taxi. Cierto lejano primo que ni siquiera
sospechaba que existiese y que enseñaba en un liceo de Sarcelles, le había
escrito al Quai Conti* algunos meses atrás, para pedirle que fuera a lo
sumo una hora a su clase a fin de reunirse con una treintena de alumnos que
estudiaban Murallas y espejismos, uno de sus primeros textos que, por haber
recibido el premio Albert de Bruynhes, había sido decisivo para el
reconocimiento del que era objeto la obra de Gabriel Tasson-Vasseur. Había
cometido el error de aceptar, por deferencia al apellido que encabezaba la
carta pero en el momento de abandonar su mesa de trabajo advertía cuánto le
costaba este gesto tan generoso. Por una fracción de segundo, sabiendo que
nadie tendría el coraje de reprenderlo, tuvo ganas de renunciar a ir. Abrió las
cortinas y vio un Mercedes aparcando frente al porche del antiguo hotel
particular de los Cavalcanti, se dirigió a la escalera y luego, cambiando
de idea, recogió las páginas dispersas del manuscrito en curso, las metió
en un maletín de cuero blando y abandonó la habitación definitivamente.
Durante el viaje verificó algunos pasajes, sustituyendo la expresión
caballo cansado por equino extenuado, y sirviéndole a algunos viajeros
demorados y hambrientos, diez páginas después, almodrote en lugar de asado.
La basílica de Saint-Denis, que había visitado en una sola ocasión, una
mañana fría de fines de enero, surgió ante él desde la autopista, rodeada
por edificios espejados, propios de la renovación del centro. Cerró los
ojos frente al recuerdo de aquella misa celebrada por el reposo del alma de
Luis XVI, a dos siglos, día por día, de su decapitación.
Nunca había pisado Sarcelles. Las únicas imágenes que tenía del barrio
provenían de la tele. Algunos documentales de actualidad en blanco y negro,
de principios de los sesenta, cuando la llanura se había visto cubierta de
paralelepípedos de hormigón separados por unos revestimientos de asfalto
rectilíneo. Le sorprendieron las amplias extensiones de césped que rodeaban
los edificios, la tenaz presencia de árboles de todo tipo que alcanzaban
sólo en parte a enmascarar el gris desteñido de las fachadas. El liceo
Strauss-Kanakos, bautizado con el nombre de un músico austro-griego amigo
de Byron, había sido construido en medio de un parque sembrado de
esculturas metálicas de formas afiladas, agresivas. El taxi lo depositó
frente a la entrada del establecimiento, y apenas pudo llevar la mano a su
billetera cuando un hombre de unos cincuenta años se arrimó a la altura del
conductor para abonarle el viaje. Las autoridades del liceo se habían
apostado ante la verja, como en fila para un desfile, y el encargado de
pagar, que resultó ser el rector, se ocupó de las presentaciones. Gabriel
Tasson-Vasseur proyectó su fibra paternal en un hombretón de rostro afable,
a quien una joven devoraba con los ojos, y no pudo reprimir una mueca
cuando el primo lejano que llevaba su apellido resultó ser un tipo de
corpulencia mediana, vestido de pana negra y aquejado de una corta barba
que inequívocamente evocaba a todos esos ignotos diputados socialistas que
invadieron las rampas de la Asamblea Nacional en junio de 1981, cuando la
ola rosa que siguió a la elección de François Mitterrand. Se había
preparado un buffet en honor al ilustre visitante en el comedor de los
profesores, separado de la cantina de los alumnos por un flamante muro de
perpiaño. Gabriel Tasson-Vasseur aceptó una taza de un café hecho a litros,
y respondió con algunas amabilidades al discurso de bienvenida pronunciado
por el
inspector académico que había llegado entre tanto, bromeando incluso sobre
el nombre dado a su cargo profesional. El encuentro con los alumnos tenía
lugar en los locales del centro de documentación e información, una
exposición realizada a partir de recortes de prensa y de solapas de libros
repasaba la carrera literaria de Gabriel Tasson-Vasseur. Algunas fotos lo
mostraban en compañía de colegas académicos como Louis-Leprince-Ringuet,
Edgar Faure o el conde d'Ormesson, y de todos los que contaban en el mundo
de la edición y del movimiento de las ideas, François Giroud, Jean-Edern
Hallier o François Nourissier. En pocas frases el primo peludo le erigió un
pedestal y a él no le quedó más remedio que contestar a las preguntas que
los estudiantes habían escrito en hojas arrancadas de los cuadernos, y que
formularon cada cual en su turno después de haber levantado educadamente la
mano. Ninguno de ellos intentó importunarlo, nadie emitió
el menor reparo sobre sus libros, nadie lo sorprendió, y él les propinó
las mismas obviedades, los mismos lugares comunes con que alimentaba a los
periodistas que se contentaban con eso. El universo de la infancia, el
paraíso perdido, la vigencia del tema provincial, el desgarro del exilio
urbano, la busca de las raíces, la importancia vital de la casa materna...
Reivindicó la influencia de Chardonne y refutó la de Mauriac, criticó a
Sartre y elogió a Revel. Una hora más tarde, aceptó de buen grado dedicar
los treinta ejemplares de bolsillo de Murallas y milagros y pretextó un
comienzo de migraña para rechazar la invitación al cocktail ofrecido esta
vez por la dirección del liceo Strauss-Kanakos. El primo, con los ojos
humedecidos, se deshizo en agradecimientos desde la puerta del liceo hasta
la del taxi, al cual pagó el viaje por anticipado basándose en el precio
cobrado a la ida. El taxista, un indio de Madagascar, lo reconoció
inmediatamente por haberlo visto en «Hablemos de cultura», en una emisión
consagrada al retorno de la espiritualidad.
Sólo mucho más tarde, después de haber derrotado a los concursantes de
«Preguntas para un campeón» y de haber vuelto a la primera planta de la
vivienda donde vivía con su mujer, cuando Gabriel Tasson-Vasseur tomó
conciencia del hecho que ya había marcado su vida. Golpeó el parqué con un
pie y soltó un sonoro «mierda». La vibración se adueñó de la araña, los
cuadros y los cubiertos que el ama de llaves alineaba sobre el buffet antes
de disponerlos sobre la mesa. Adrienne Tasson-Vasseur posó bruscamente
sobre sus rodillas el ejemplar de Spectacles du Monde en cuya lectura
estaba ocupaba, para escrutar a su esposo con un aire de desconcierto que
no había empleado desde la última noche de su viaje de bodas, hacía ya
medio siglo, cuando Gabriel había intentado poseerla por detrás.
-Qué le ocurre, amigo mío. ¿Se siente mal?
Él se había dejado caer en un sillón que se encontraba oportunadamente
ubicado, y hundió la cabeza entre sus manos.
-Es peor que eso... ¡Me he olvidado Adornos de otoño en el taxi!
El día había empezado mal para Freddy Moerdeley. Despertado con demora a
raíz de un fallo electrónico en el radio-reloj que la secretaria de la
Agencia de reinserción de Sarcelles no quiso tomar en cuenta, tuvo su
propia dosis de espera hasta que la primera oleada de candidatos terminase
de contestar el cuestionario de selección. Dos horas sentado en una mala
silla, frente a un letrero que segundo tras segundo martilleaba la
prohibición de recuperar el índice usual de nicotina en las venas, ¡justo
lo que le hacía falta como ejercicio de concentración! El resultado fue
desastroso y la misma secretaria, riendo mientras pronunciaba su apellido,
le anunció que podía tomarse libre el resto del día. Freddy aprovechó,
pues, para cobrar los honorarios de una misión efectuada el mes previo para
Manpower y se obsequió a sí mismo un cuscús sefarad en la terraza del
Restaurant tunecino del bulevar Camus. Con el vientre inflado de sémola y el
cerebro flotando en el gris de La Marsa, aún no reunía el coraje
suficiente para volver a la estación de Sarcelles-Saint-Brice. Su brazo se
alzó al paso del primer taxi, un Mercedes rutilante con matrícula de París.
-Sendero de Engoulevents, en Deuil-la-Barre...
Fue mientras atravesaban Montmagny, a la altura del fortín de la
Butte-Pinson, cuando posó el pie sobre un bolso de cuero, deslizado bajo el
asiento del conductor. Lo desplazó hacia él, lentamente, y simulo que se
anudaba los cordones para cogerlo y ponerlo a un lado. Se resistió al deseo
de abrirlo y ocupó el último cuarto de hora de viaje imaginando lo que
podía contener. El cierre relámpago se abrió en el ascensor y Freddy se
encontró en el vestíbulo del tercero con el manuscrito en las manos. Lo
arrojó sobre la cama e inspeccionó todo el bolso, cada una de sus costuras,
en busca de sus sueños. Terminó por acostarse, la cabeza bien acomodada en
la almohada, para descifrar el texto de Adornos de otoño. Le hicieron falta
unos minutos para habituarse a la letra de insecto del escritor, a las
tachaduras, a los añadidos y a las notas a pie de página, luego se instaló
en la historia. Le había ocurrido varias veces empezar a escribir una
novela pero jamás había sobrepasado la frontera del primer capítulo y sus
proyectos abortados yacían en una maleta, en el sótano.
«Exactamente, -dijo-, y he de confesarle, señor Consejero, que en su
debido momento sonreí débilmente.
El doctor Trifouel, por su parte, parecía igualmente inclinado a
considerar que todo ello no era sino una mala broma, sin embargo se
preguntaba, no falto de lógica, si no debía resistirse al primer impulso y
examinar la situación de una manera objetiva o por lo menos retomar el caso
desde el principio.»
La prosa del desconocido le impresionaba y se detuvo en expresiones que no
recordaba haber leído con antelación como «lo saludó con una cordialidad
casi espuria» o «murmuró de nuevo -Claudia- él tenía el derecho de llamarla
así, y además ese mismo nombre había sido acaso mancillado por tantos
labios... Claudia, ¿qué tiene usted? ¿A qué le teme?». Todo le parecía
fluir, y se autoconfesó que así le habría gustado escribir: el desconocido
concordaba con su voz. Freddy se permitió una sola pausa para beber un café
y escuchar el resultado de las carreras de caballos en Vincennes, luego y
tras haber roto en pedazos los billetes reestableció contacto con el dilema
moral de Jean d'Arouse, procurador del rey locamente enamorado de la
hermosa Claudia, treinta años menor que él e hija del consejero Le Moal. Lo
releyó una vez más, íntegramente, y apagó la luz de su mesa de noche a la
hora en que circulaban los primeros autobuses.
Al día siguiente, almorzando en el salón trasero del Martin-Bar, con el
periódico Le Parisien desplegado sobre la formica, su mirada fue atraída
por un pequeño recuadro perdido en la columna de las noticias en tres
líneas:
ACADÉMICO EXTRAVÍA SU MANUSCRITO
Gabriel Tasson-Vasseur, premio Albert de Bruynhes por Murallas y
espejismos ha perdido dentro de un taxi, entre París y Sarcelles, el único
manuscrito de su novela en ciernes. A la persona que estuviese en posesión
del documento, de importancia capital para el escritor, se le ruega que
contacte con el secretario de la Academia Francesa. Discreción asegurada.
De vuelta en su habitación, Freddy Moerdeley trato de estimar la suma con
que el tal Tasson-Vas-seur valoraba el pilón de hojas guardadas en su
maletín. ¿Diez, veinte, treinta mil francos? Esas decenas de billetes, se
dio cuenta, eran muy poco al lado de aquello que había sentido al imaginar
su nombre impreso arriba del título de la obra. Tomó la novela y la
disimuló bajo una montaña de ropa en el último cajón de la cómoda. Dejó
pasar unos meses antes de sacarlo de su escondite y volver a copiarlo,
tomando la precaución de cambiar los nombres de los personajes, de los
lugares, y de modificar algunos giros. La Agencia de reinserción había
acabado por proponerle una formación en gestión de stocks en un depósito de
muebles para armar y él aburría a sus colegas, en la cantina, con su obra
de arte en vías de construcción. Al principio se burlaron de él, pero
admitieron su error una vez que Freddy confió el manuscrito que se había
convertido en El demonio de la medianoche a una modesta secretaria del
servicio de Atención al Cliente, que aceptó mecanografiarlo en su Macintosh
durante las horas libres.
Al año exacto del hallazgo del maletín en el Mercedes, Freddy envió por
correo cinco fotocopias de su plagio, destinadas a las editoriales que
consideraba más conocidas. Fixot fue la primera en responder negativamente,
luego fue el turno de Gallimard, Grasset, Edition Nº 1 y Laffont. Todas
ponían de nuevo el manuscrito a su disposición, en los días y los horarios
de atención. Le llevó un mes entero aceptar esta ola de rechazos
injustificados y se negó a humillarse todavía más yendo a buscar los cinco
juegos de fotocopias. La Rank-Xerox del servicio de Atención al Cliente le
dedicó horas suplementarias al Demonio de la medianoche y hubo una segunda
selección de editores, un poco menos gloriosa a juicio de Freddy. Las
respuestas de Marabout, Denoël, Editions de Minuit y Seuil conformaron un
bloque análogo al precedente. Otros ciento treinta y dos envíos tuvieron
como saldo el mismo resultado, y ninguno de los lectores pareció
interesarse demasiado en el texto como para forjar una nota crítica.
Descorazonado, Freddy Moerdeley se resignó a escribir la dirección de La
Pensée Universelle en el sobre número ciento cuarenta. La entusiasta carta
de aceptación le fue entregada menos de una semana después por el cartero.
Más que una carta se trataba de una suerte de circular personalizada con el
agregado de su nombre, su dirección y el título del manuscrito en tres
espacios previamente en blanco. El contrato adjunto estipulaba que la
empresa se encargaría de efectuar una tirada de mil quinientos ejemplares
de El demonio de la medianoche por la suma total de cuarenta y tres mil
francos, impuestos excluidos, y que una campaña de publicidad en la radio,
la televisión y la prensa escrita le aseguraría un éxito absoluto a la
obra, así como un gran renombre a su autor. Freddy Moerdeley negoció un
pago en cuotas y pronto pudo enseñarle a sus amigos, sus colegas, un volumen
de doscientas treinta y dos páginas en cuya portada color crema se
desplegaba su nombre. Llegó a vender unas decenas entre sus conocidos,
luego se hartó. La tirada, casi en su totalidad, fue a sumarse a las
novelas abortadas, en el sótano. Freddy se casó tres años más tarde con la
modesta secretaria que había pasado del servicio de Atención al Cliente al
de Quejas y Reclamos. Se instalaron en un piso de tres ambientes, en
Montmagny, y tras de sí dejaron los pilones de El demonio de la medianoche
que el nuevo inquilino se quitó de encima con la ayuda de un revendedor de
Saint-Denis, quien a su turno los cedió a un saldista.
Gabriel Tasson-Vasseur había aceptado, como todos los meses, la invitación
de su vecino de asiento en la Academia, el historiador Jean-François de
Protais. Las cenas siempre estaban llenas de sorpresas, el anfitrión
reconstruía los platos servidos en la Corte tres siglos atrás y los
acompañaba de unos selectos vinos de los cuales no se elaboraban más de mil
botellas anuales. Ritualmente, las veladas concluían en la pequeña
biblioteca de todo-lo-recibido. Los invitados extraían al azar uno de los
muchos libros que el dueño de casa había recibido desde su nombramiento en
la Academia y se leían unos extractos también al azar. Los aplausos y las
risas unánimes condenaban a la obra a alimentar el fuego que ardía en la
chimenea. Este «todo-lo-recibido», como Protais lo había bautizado, ocupaba
una habitación de cinco metros por diez, y los volúmenes se apilaban
delante de los estantes colmados con dos hileras de libros. Gabriel fue
designado, por sorteo, a ser el primero. Abrió el libro, anunció título y
autor, luego recitó en voz alta la dedicatoria: El alma tierna de Jean
Faitoux, «A Jean-François de Protais con mi inmensa admiración». Hojeó unas
páginas y empezó:
«Dichosos los hombres que tienen la suerte -y la desgracia- de perder
tempranamente a su progenitora. Ya que poseen, sin darse cuenta, una
ventaja singular. El huérfano de madre se beneficia de un exceso de
virilidad que espanta a algunas mujeres y atrae a otras. Desde luego yo
preferiría a estas últimas...»
Los aplausos y las risas saludaron su intervención. El alma tierna fue
presa de las llamas, después fue el turno de Charles Aubrigné, último
miembro electo de la compañía, de unirse al rito. Su mano atrapó un pequeño
volumen color crema.
-El demonio de la medianoche de Freddy Mierdaley... perdón, Moerdeley...
Una edición por cuenta del autor... No veo dedicatoria.
Cerró los ojos para pasar las páginas y atacó el inicio de la página
central.
«-Me permito -dijo- aprobar la justeza de su observación, pero persevero
en la idea de que los profanos no se dan cabalmente cuenta de esto, diría
inclusive (y en su voz se sintió asomar una pizca de fastidio) que el
crimen -y hablo no del crimen general, sino del crimen con mayúsculas si se
me lo permite- encuentra su absoluta justificación en el mito del Diablo
rengo.»
Jean-François de Protais se partió de risa.
-Merece su apellido. ¡Es un genuino, o más bien una genuina Mierdaley!
Y fue al buscar a Gabriel Tasson-Vasseur en aras de su aprobación cuando
advirtió el desconcierto que transmitían sus ojos fijos y su mandíbula
abierta.
-¿Qué le ocurre, querido amigo?
El académico hizo un esfuerzo por recuperarse y tendió una mano hacia
Aubrigné.
-Nada... Nada... ¿Podría pasarme este Demonio de la medianoche? Me
gustaría echarle una ojeada.
Su mirada fue directo al inicio del epílogo.
«El ministro hizo pasar al procurador del rey a su despacho y le señaló
una silla.»
«Sin duda -dijo- esta semejanza entre su poder, totalmente oficial, y el
de nuestra asociación, rigurosamente clandestina, pueda impactarle a
primera vista. Lo concibo. Pero más allá de lo que reclamamos...»
Jean-François de Protais lo observó por un instante. -Entonces, ¿su
veredicto?
Gabriel Tasson-Vasseur se incorporó, se acercó a la chimenea y, lleno de
furia, arrojó sus Adornos de otoño en medio de las llamas.
* Sede de la Academia Francesa.
Didier Daeninckx (Francia)
Breve reseña sobre su obra
Escritor francés nacido en 1949 en Saint-Denis. Trabajó como obrero y como
periodista. Ha sido condecorado con los galardones de Prix Paul Féval, Prix
Louis Guilloux, Grand prix de littérature policiére y el Premio Goncourt en
literatura infantil.
Entre sus novelas destacan Meurtres pour mémoire (editado en 1984, dentro
de la prestigiosa colección Serie Noire de Gallimard), Le facteur fatal
(1990), Un cháteau en Bohéme (1994) y La repentie (1999). Como cuentista ha
publicado Hors Limites (1992), Zapping (1992) y En marge (1994).
El manuscrito encontrado en Sarcelles aparece traducido y recopilado en
Nouvelles, Antología del nuevo cuento francés editado por Páginas de Espuma.
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