sábado, 2 de junio de 2012

El manuscrito encontrado en Sarcelles - Didier Daeninckx (Francia)


 Gabriel Tasson-Vasseur posó sus ojos en la biblioteca que ocupaba la pared
 de enfrente y se puso a contar, en latín, los volúmenes encuadernados en
 cuero y apretujados en el estante superior derecho, luego volvió a
 contabilizar la cantidad de estantes y multiplicó. La cifra de tres mil
 doscientos veintisiete hizo nacer, como cada día, una sonrisa en sus labios
 académicos. Necesitaba llegar a ese resultado para estar en condiciones de
 empezar su jornada laboral. Con la mente en paz, abrió el cofrecillo
 pintado, puesto en la exacta mitad de su escritorio, y acomodó entre sus
 dedos la joya Cartier que le servía de lapicera. La pluma labrada se abrió
 en dos, bajo la presión, dejando a su paso un hilo delgado de tinta
 brillante:
 El ministro hizo pasar al procurador del rey a su despacho y le señaló una
 silla.
 «Sin duda -dijo- esta semejanza entre su poder, totalmente oficial, y el
 de nuestra asociación, rigurosamente clandestina, pueda impactarle a
 primera vista. Lo concibo. Pero más allá de lo que reclamamos, y a pesar de
 esta impresión superficial y del sentido de igualdad democrática que
 ustedes poseen en un alto grado, se dará cuenta de que si sus decisiones
 ejercen una supremacía en el reino del derecho, las nuestras son maestras
 en el reino del hecho, en el cual nos destacamos.»
 Gabriel Tasson-Vasseur se dejó caer contra el respaldo de su sillón y
 releyó en voz alta el monólogo de su personaje principal. Por un instante
 se interrogó sobre la pertinencia de la palabra democrática que redundaba
 con igualdad, estuvo tentado de tacharla y acabó dejándola en su lugar,
 viendo en ello una suerte de provocación. Era casi mediodía cuando posó
 tres veces la punta de su pluma sobre el papel para clausurar el
 antepenúltimo capítulo de su novela con unos puntos suspensivos. Las
 campanas de las doce y cuarto sonaron en Saint-Philippe-du-Roule cuando el
 ama de llaves empujó la puerta del escritorio y atravesó el recinto, sin
 decir palabra, hasta dejar la bandeja cargada de cubiertos y de vituallas
 en una pequeña mesa redonda, cerca del ventanal. El académico se puso de
 pie y se refrescó las manos y el rostro en el baño adyacente a su cuarto de
 trabajo. Colocó la silla de forma tal que su mirada se orientase hacia el
 eje de
 los Campos Elíseos evitando los rayos directos del sol, luego mordisqueó
 las terrinas, las carnes frías y los quesos. Se permitió un vaso de
 cháteau-pirotte, un vino de la tierra que de ordinario bebía, antes de
 pedir que le llamaran un taxi. Cierto lejano primo que ni siquiera
 sospechaba que existiese y que enseñaba en un liceo de Sarcelles, le había
 escrito al Quai Conti* algunos meses atrás, para pedirle que fuera a lo
 sumo una hora a su clase a fin de reunirse con una treintena de alumnos que
 estudiaban Murallas y espejismos, uno de sus primeros textos que, por haber
 recibido el premio Albert de Bruynhes, había sido decisivo para el
 reconocimiento del que era objeto la obra de Gabriel Tasson-Vasseur. Había
 cometido el error de aceptar, por deferencia al apellido que encabezaba la
 carta pero en el momento de abandonar su mesa de trabajo advertía cuánto le
 costaba este gesto tan generoso. Por una fracción de segundo, sabiendo que
 nadie tendría el coraje de reprenderlo, tuvo ganas de renunciar a ir. Abrió las
 cortinas y vio un Mercedes aparcando frente al porche del antiguo hotel
 particular de los Cavalcanti, se dirigió a la escalera y luego, cambiando
 de idea, recogió las páginas dispersas del manuscrito en curso, las metió
 en un maletín de cuero blando y abandonó la habitación definitivamente.
 Durante el viaje verificó algunos pasajes, sustituyendo la expresión
 caballo cansado por equino extenuado, y sirviéndole a algunos viajeros
 demorados y hambrientos, diez páginas después, almodrote en lugar de asado.
 La basílica de Saint-Denis, que había visitado en una sola ocasión, una
 mañana fría de fines de enero, surgió ante él desde la autopista, rodeada
 por edificios espejados, propios de la renovación del centro. Cerró los
 ojos frente al recuerdo de aquella misa celebrada por el reposo del alma de
 Luis XVI, a dos siglos, día por día, de su decapitación.
 Nunca había pisado Sarcelles. Las únicas imágenes que tenía del barrio
 provenían de la tele. Algunos documentales de actualidad en blanco y negro,
 de principios de los sesenta, cuando la llanura se había visto cubierta de
 paralelepípedos de hormigón separados por unos revestimientos de asfalto
 rectilíneo. Le sorprendieron las amplias extensiones de césped que rodeaban
 los edificios, la tenaz presencia de árboles de todo tipo que alcanzaban
 sólo en parte a enmascarar el gris desteñido de las fachadas. El liceo
 Strauss-Kanakos, bautizado con el nombre de un músico austro-griego amigo
 de Byron, había sido construido en medio de un parque sembrado de
 esculturas metálicas de formas afiladas, agresivas. El taxi lo depositó
 frente a la entrada del establecimiento, y apenas pudo llevar la mano a su
 billetera cuando un hombre de unos cincuenta años se arrimó a la altura del
 conductor para abonarle el viaje. Las autoridades del liceo se habían
 apostado ante la verja, como en fila para un desfile, y el encargado de
 pagar, que resultó ser el rector, se ocupó de las presentaciones. Gabriel
 Tasson-Vasseur proyectó su fibra paternal en un hombretón de rostro afable,
 a quien una joven devoraba con los ojos, y no pudo reprimir una mueca
cuando el primo lejano que llevaba su apellido resultó ser un tipo de
 corpulencia mediana, vestido de pana negra y aquejado de una corta barba
 que inequívocamente evocaba a todos esos ignotos diputados socialistas que
 invadieron las rampas de la Asamblea Nacional en junio de 1981, cuando la
 ola rosa que siguió a la elección de François Mitterrand. Se había
 preparado un buffet en honor al ilustre visitante en el comedor de los
 profesores, separado de la cantina de los alumnos por un flamante muro de
perpiaño. Gabriel Tasson-Vasseur aceptó una taza de un café hecho a litros,
 y respondió con algunas amabilidades al discurso de bienvenida pronunciado
 por el
 inspector académico que había llegado entre tanto, bromeando incluso sobre
 el nombre dado a su cargo profesional. El encuentro con los alumnos tenía
 lugar en los locales del centro de documentación e información, una
 exposición realizada a partir de recortes de prensa y de solapas de libros
 repasaba la carrera literaria de Gabriel Tasson-Vasseur. Algunas fotos lo
 mostraban en compañía de colegas académicos como Louis-Leprince-Ringuet,
 Edgar Faure o el conde d'Ormesson, y de todos los que contaban en el mundo
 de la edición y del movimiento de las ideas, François Giroud, Jean-Edern
 Hallier o François Nourissier. En pocas frases el primo peludo le erigió un
 pedestal y a él no le quedó más remedio que contestar a las preguntas que
 los estudiantes habían escrito en hojas arrancadas de los cuadernos, y que
 formularon cada cual en su turno después de haber levantado educadamente la
 mano. Ninguno de ellos intentó importunarlo, nadie emitió
 el menor reparo sobre sus libros, nadie lo sorprendió, y él les propinó
 las mismas obviedades, los mismos lugares comunes con que alimentaba a los
 periodistas que se contentaban con eso. El universo de la infancia, el
 paraíso perdido, la vigencia del tema provincial, el desgarro del exilio
 urbano, la busca de las raíces, la importancia vital de la casa materna...
 Reivindicó la influencia de Chardonne y refutó la de Mauriac, criticó a
 Sartre y elogió a Revel. Una hora más tarde, aceptó de buen grado dedicar
 los treinta ejemplares de bolsillo de Murallas y milagros y pretextó un
 comienzo de migraña para rechazar la invitación al cocktail ofrecido esta
 vez por la dirección del liceo Strauss-Kanakos. El primo, con los ojos
 humedecidos, se deshizo en agradecimientos desde la puerta del liceo hasta
 la del taxi, al cual pagó el viaje por anticipado basándose en el precio
 cobrado a la ida. El taxista, un indio de Madagascar, lo reconoció
 inmediatamente por haberlo visto en «Hablemos de cultura», en una emisión
 consagrada al retorno de la espiritualidad.
 Sólo mucho más tarde, después de haber derrotado a los concursantes de
 «Preguntas para un campeón» y de haber vuelto a la primera planta de la
 vivienda donde vivía con su mujer, cuando Gabriel Tasson-Vasseur tomó
 conciencia del hecho que ya había marcado su vida. Golpeó el parqué con un
 pie y soltó un sonoro «mierda». La vibración se adueñó de la araña, los
 cuadros y los cubiertos que el ama de llaves alineaba sobre el buffet antes
 de disponerlos sobre la mesa. Adrienne Tasson-Vasseur posó bruscamente
 sobre sus rodillas el ejemplar de Spectacles du Monde en cuya lectura
 estaba ocupaba, para escrutar a su esposo con un aire de desconcierto que
 no había empleado desde la última noche de su viaje de bodas, hacía ya
 medio siglo, cuando Gabriel había intentado poseerla por detrás.
 -Qué le ocurre, amigo mío. ¿Se siente mal?
 Él se había dejado caer en un sillón que se encontraba oportunadamente
 ubicado, y hundió la cabeza entre sus manos.
 -Es peor que eso... ¡Me he olvidado Adornos de otoño en el taxi!

 El día había empezado mal para Freddy Moerdeley. Despertado con demora a
 raíz de un fallo electrónico en el radio-reloj que la secretaria de la
 Agencia de reinserción de Sarcelles no quiso tomar en cuenta, tuvo su
 propia dosis de espera hasta que la primera oleada de candidatos terminase
 de contestar el cuestionario de selección. Dos horas sentado en una mala
 silla, frente a un letrero que segundo tras segundo martilleaba la
 prohibición de recuperar el índice usual de nicotina en las venas, ¡justo
 lo que le hacía falta como ejercicio de concentración! El resultado fue
 desastroso y la misma secretaria, riendo mientras pronunciaba su apellido,
 le anunció que podía tomarse libre el resto del día. Freddy aprovechó,
 pues, para cobrar los honorarios de una misión efectuada el mes previo para
 Manpower y se obsequió a sí mismo un cuscús sefarad en la terraza del
 Restaurant tunecino del bulevar Camus. Con el vientre inflado de sémola y el
 cerebro flotando en el gris de La Marsa, aún no reunía el coraje
 suficiente para volver a la estación de Sarcelles-Saint-Brice. Su brazo se
 alzó al paso del primer taxi, un Mercedes rutilante con matrícula de París.
 -Sendero de Engoulevents, en Deuil-la-Barre...
 Fue mientras atravesaban Montmagny, a la altura del fortín de la
 Butte-Pinson, cuando posó el pie sobre un bolso de cuero, deslizado bajo el
 asiento del conductor. Lo desplazó hacia él, lentamente, y simulo que se
 anudaba los cordones para cogerlo y ponerlo a un lado. Se resistió al deseo
 de abrirlo y ocupó el último cuarto de hora de viaje imaginando lo que
 podía contener. El cierre relámpago se abrió en el ascensor y Freddy se
 encontró en el vestíbulo del tercero con el manuscrito en las manos. Lo
 arrojó sobre la cama e inspeccionó todo el bolso, cada una de sus costuras,
 en busca de sus sueños. Terminó por acostarse, la cabeza bien acomodada en
 la almohada, para descifrar el texto de Adornos de otoño. Le hicieron falta
 unos minutos para habituarse a la letra de insecto del escritor, a las
 tachaduras, a los añadidos y a las notas a pie de página, luego se instaló
 en la historia. Le había ocurrido varias veces empezar a escribir una
 novela pero jamás había sobrepasado la frontera del primer capítulo y sus
 proyectos abortados yacían en una maleta, en el sótano.

 «Exactamente, -dijo-, y he de confesarle, señor Consejero, que en su
 debido momento sonreí débilmente.
 El doctor Trifouel, por su parte, parecía igualmente inclinado a
 considerar que todo ello no era sino una mala broma, sin embargo se
 preguntaba, no falto de lógica, si no debía resistirse al primer impulso y
 examinar la situación de una manera objetiva o por lo menos retomar el caso
 desde el principio.»
 La prosa del desconocido le impresionaba y se detuvo en expresiones que no
 recordaba haber leído con antelación como «lo saludó con una cordialidad
 casi espuria» o «murmuró de nuevo -Claudia- él tenía el derecho de llamarla
 así, y además ese mismo nombre había sido acaso mancillado por tantos
 labios... Claudia, ¿qué tiene usted? ¿A qué le teme?». Todo le parecía
 fluir, y se autoconfesó que así le habría gustado escribir: el desconocido
 concordaba con su voz. Freddy se permitió una sola pausa para beber un café
 y escuchar el resultado de las carreras de caballos en Vincennes, luego y
 tras haber roto en pedazos los billetes reestableció contacto con el dilema
 moral de Jean d'Arouse, procurador del rey locamente enamorado de la
 hermosa Claudia, treinta años menor que él e hija del consejero Le Moal. Lo
 releyó una vez más, íntegramente, y apagó la luz de su mesa de noche a la
 hora en que circulaban los primeros autobuses.
 Al día siguiente, almorzando en el salón trasero del Martin-Bar, con el
 periódico Le Parisien desplegado sobre la formica, su mirada fue atraída
 por un pequeño recuadro perdido en la columna de las noticias en tres
 líneas:


ACADÉMICO EXTRAVÍA SU MANUSCRITO

 Gabriel Tasson-Vasseur, premio Albert de Bruynhes por Murallas y
 espejismos ha perdido dentro de un taxi, entre París y Sarcelles, el único
 manuscrito de su novela en ciernes. A la persona que estuviese en posesión
 del documento, de importancia capital para el escritor, se le ruega que
 contacte con el secretario de la Academia Francesa. Discreción asegurada.

 De vuelta en su habitación, Freddy Moerdeley trato de estimar la suma con
 que el tal Tasson-Vas-seur valoraba el pilón de hojas guardadas en su
 maletín. ¿Diez, veinte, treinta mil francos? Esas decenas de billetes, se
 dio cuenta, eran muy poco al lado de aquello que había sentido al imaginar
 su nombre impreso arriba del título de la obra. Tomó la novela y la
 disimuló bajo una montaña de ropa en el último cajón de la cómoda. Dejó
 pasar unos meses antes de sacarlo de su escondite y volver a copiarlo,
 tomando la precaución de cambiar los nombres de los personajes, de los
 lugares, y de modificar algunos giros. La Agencia de reinserción había
 acabado por proponerle una formación en gestión de stocks en un depósito de
 muebles para armar y él aburría a sus colegas, en la cantina, con su obra
 de arte en vías de construcción. Al principio se burlaron de él, pero
 admitieron su error una vez que Freddy confió el manuscrito que se había
 convertido en El demonio de la medianoche a una modesta secretaria del
 servicio de Atención al Cliente, que aceptó mecanografiarlo en su Macintosh
 durante las horas libres.
 Al año exacto del hallazgo del maletín en el Mercedes, Freddy envió por
 correo cinco fotocopias de su plagio, destinadas a las editoriales que
 consideraba más conocidas. Fixot fue la primera en responder negativamente,
 luego fue el turno de Gallimard, Grasset, Edition Nº 1 y Laffont. Todas
 ponían de nuevo el manuscrito a su disposición, en los días y los horarios
 de atención. Le llevó un mes entero aceptar esta ola de rechazos
 injustificados y se negó a humillarse todavía más yendo a buscar los cinco
 juegos de fotocopias. La Rank-Xerox del servicio de Atención al Cliente le
 dedicó horas suplementarias al Demonio de la medianoche y hubo una segunda
 selección de editores, un poco menos gloriosa a juicio de Freddy. Las
 respuestas de Marabout, Denoël, Editions de Minuit y Seuil conformaron un
 bloque análogo al precedente. Otros ciento treinta y dos envíos tuvieron
 como saldo el mismo resultado, y ninguno de los lectores pareció
 interesarse demasiado en el texto como para forjar una nota crítica.
 Descorazonado, Freddy Moerdeley se resignó a escribir la dirección de La
 Pensée Universelle en el sobre número ciento cuarenta. La entusiasta carta
 de aceptación le fue entregada menos de una semana después por el cartero.
 Más que una carta se trataba de una suerte de circular personalizada con el
 agregado de su nombre, su dirección y el título del manuscrito en tres
 espacios previamente en blanco. El contrato adjunto estipulaba que la
 empresa se encargaría de efectuar una tirada de mil quinientos ejemplares
 de El demonio de la medianoche por la suma total de cuarenta y tres mil
 francos, impuestos excluidos, y que una campaña de publicidad en la radio,
 la televisión y la prensa escrita le aseguraría un éxito absoluto a la
 obra, así como un gran renombre a su autor. Freddy Moerdeley negoció un
 pago en cuotas y pronto pudo enseñarle a sus amigos, sus colegas, un volumen
 de doscientas treinta y dos páginas en cuya portada color crema se
 desplegaba su nombre. Llegó a vender unas decenas entre sus conocidos,
 luego se hartó. La tirada, casi en su totalidad, fue a sumarse a las
 novelas abortadas, en el sótano. Freddy se casó tres años más tarde con la
 modesta secretaria que había pasado del servicio de Atención al Cliente al
 de Quejas y Reclamos. Se instalaron en un piso de tres ambientes, en
 Montmagny, y tras de sí dejaron los pilones de El demonio de la medianoche
 que el nuevo inquilino se quitó de encima con la ayuda de un revendedor de
 Saint-Denis, quien a su turno los cedió a un saldista.

 Gabriel Tasson-Vasseur había aceptado, como todos los meses, la invitación
 de su vecino de asiento en la Academia, el historiador Jean-François de
 Protais. Las cenas siempre estaban llenas de sorpresas, el anfitrión
 reconstruía los platos servidos en la Corte tres siglos atrás y los
 acompañaba de unos selectos vinos de los cuales no se elaboraban más de mil
 botellas anuales. Ritualmente, las veladas concluían en la pequeña
 biblioteca de todo-lo-recibido. Los invitados extraían al azar uno de los
 muchos libros que el dueño de casa había recibido desde su nombramiento en
 la Academia y se leían unos extractos también al azar. Los aplausos y las
 risas unánimes condenaban a la obra a alimentar el fuego que ardía en la
 chimenea. Este «todo-lo-recibido», como Protais lo había bautizado, ocupaba
 una habitación de cinco metros por diez, y los volúmenes se apilaban
 delante de los estantes colmados con dos hileras de libros. Gabriel fue
 designado, por sorteo, a ser el primero. Abrió el libro, anunció título y
 autor, luego recitó en voz alta la dedicatoria: El alma tierna de Jean
 Faitoux, «A Jean-François de Protais con mi inmensa admiración». Hojeó unas
 páginas y empezó:
 «Dichosos los hombres que tienen la suerte -y la desgracia- de perder
 tempranamente a su progenitora. Ya que poseen, sin darse cuenta, una
 ventaja singular. El huérfano de madre se beneficia de un exceso de
 virilidad que espanta a algunas mujeres y atrae a otras. Desde luego yo
 preferiría a estas últimas...»
 Los aplausos y las risas saludaron su intervención. El alma tierna fue
 presa de las llamas, después fue el turno de Charles Aubrigné, último
 miembro electo de la compañía, de unirse al rito. Su mano atrapó un pequeño
 volumen color crema.
 -El demonio de la medianoche de Freddy Mierdaley... perdón, Moerdeley...
 Una edición por cuenta del autor... No veo dedicatoria.
 Cerró los ojos para pasar las páginas y atacó el inicio de la página
 central.
 «-Me permito -dijo- aprobar la justeza de su observación, pero persevero
 en la idea de que los profanos no se dan cabalmente cuenta de esto, diría
 inclusive (y en su voz se sintió asomar una pizca de fastidio) que el
 crimen -y hablo no del crimen general, sino del crimen con mayúsculas si se
 me lo permite- encuentra su absoluta justificación en el mito del Diablo
 rengo.»
 Jean-François de Protais se partió de risa.
 -Merece su apellido. ¡Es un genuino, o más bien una genuina Mierdaley!
 Y fue al buscar a Gabriel Tasson-Vasseur en aras de su aprobación cuando
 advirtió el desconcierto que transmitían sus ojos fijos y su mandíbula
 abierta.
 -¿Qué le ocurre, querido amigo?
 El académico hizo un esfuerzo por recuperarse y tendió una mano hacia
 Aubrigné.
 -Nada... Nada... ¿Podría pasarme este Demonio de la medianoche? Me
 gustaría echarle una ojeada.
 Su mirada fue directo al inicio del epílogo.
 «El ministro hizo pasar al procurador del rey a su despacho y le señaló
 una silla.»
 «Sin duda -dijo- esta semejanza entre su poder, totalmente oficial, y el
 de nuestra asociación, rigurosamente clandestina, pueda impactarle a
 primera vista. Lo concibo. Pero más allá de lo que reclamamos...»
 Jean-François de Protais lo observó por un instante. -Entonces, ¿su
 veredicto?
 Gabriel Tasson-Vasseur se incorporó, se acercó a la chimenea y, lleno de
 furia, arrojó sus Adornos de otoño en medio de las llamas.

 * Sede de la Academia Francesa.

 Didier Daeninckx (Francia)
 Breve reseña sobre su obra
 Escritor francés nacido en 1949 en Saint-Denis. Trabajó como obrero y como
 periodista. Ha sido condecorado con los galardones de Prix Paul Féval, Prix
 Louis Guilloux, Grand prix de littérature policiére y el Premio Goncourt en
 literatura infantil.
 Entre sus novelas destacan Meurtres pour mémoire (editado en 1984, dentro
 de la prestigiosa colección Serie Noire de Gallimard), Le facteur fatal
(1990), Un cháteau en Bohéme (1994) y La repentie (1999). Como cuentista ha
 publicado Hors Limites (1992), Zapping (1992) y En marge (1994).

 El manuscrito encontrado en Sarcelles aparece traducido y recopilado en
 Nouvelles, Antología del nuevo cuento francés editado por Páginas de Espuma.


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