domingo, 17 de junio de 2012

EL INGENIERO ALVARO DE CAMPOS MANEJA "SU" CHEVROLET EN LA RUTA A SINTRA

FOGWILL INÉDITO


Manejo el Chevrolet en el camino a Sintra
Bajo la luna y el sueño en la ruta desierta
Manejo solo, distraído, y casi
Me parece (O estoy tratando de que me parezca)
Que voy por otro sueño, por otra ruta, por otro mundo
Que sigo sin haber salido de Lisboa ni yendo a Sintra.

Pero allá voy: ¿ Qué otra ha de hacer uno que solo sabe seguir?

Voy a pasar la noche en Sintra por que no puedo pasarla en Lisboa
Pero al llegar a Sintra lamentaré de no haberme quedado en Lisboa
Siempre esta inquietud sin causas, ni consecuencias ni propósitos

Siempre, siempre, siempre
Siempre en el alma esta angustia excesiva por nada
En la ruta de Sintra, o en la ruta del sueño, o en el camino de la vida
Dócil a mis movimientos inconscientes del volante
Me obedece el auto que me prestaron.
Me sonrío del símbolo, al pensarlo, cuando giro a la derecha
En cuantas cosas que me prestaron sigo yendo en la tierra
Cuántas cosas que me prestaron manejo como mías
Cuánto ajeno -ay de mí- yo mismo debo ser!

Con la casucha a la izquierda (si, una casucha) al lado del camino
Y el campo abierto con la luna a lo lejos a la derecha
El auto que hace poco parecía liberarme
Es ahora una cosa donde estoy encerrado
Algo que solo puedo conducir por estar encerrado!
Y que solo domino por que me incluye sin que el se incluya en mí

A la izquierda, ya atrás, en la casucha modesta, tan modesta
La vida ha de ser feliz solo porque no es mía 
Si alguien me vio desde la ventana, estará soñando: aquel si qué es feliz

Tal vez un chico espiando desde el altilllo 
Me imagine con este auto prestado, como un hada real
Tal vez para la chica que escuchó el motor por ventana de la cocina
Yo, sobre este camino de tierra
Algo tendré que ver con esos príncipes que están en el corazón de las fregonas 
Y me mirará de reojo, a través de los vidrios, hasta que desaparezca en una la curva 

Dejare sueños detrás mío o los irá dejando el auto?
Quién deja y qué : Yo, conductor de móviles prestados, o esto prestado que manejo? 

En la ruta de Sintra, a la luz de la luna, frente a los campos y la noche y en la tristeza
Manejando sin consuelo el Chevrolet prestado
Me veo en el camino futuro y me sumo a la distancia que alcanzo
Y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible
Acelero...

Pero mi corazón se había quedado en ese terraplén que esquive al verlo sin verlo
Frente a la puerta de la casucha

Mi corazón vacío
Mi corazón insatisfecho
Mi corazón mas humano que yo y mas exacto que la vida
En la ruta de Sintra, cerca de media noche, a la luz de la luna, al volante
En la ruta de Sintra, ¡qué cansancio de mi propia imaginación!
En la ruta de Sintra, cada vez mas cerca de Sintra
En la ruta de Sintra, cada vez mas cerca d e mí.

Ao volante do Chevrolet pela estrada de Sintra,
Ao luar e ao sonho, na estrada deserta,
Sozinho guio, guio quase devagar, e um pouco
Me parece, ou me forço um pouco para que me pareça,
Que sigo por outra estrada, por outro sonho, por outro mundo,
Que sigo sem haver Lisboa deixada ou Sintra a que ir ter,

Que sigo, e que mais haverá em seguir senão não parar mas seguir?

Vou passar a noite a Sintra por não poder passá-la em Lisboa,
Mas, quando chegar a Sintra, terei pena de não ter ficado em Lisboa.
Sempre esta inquietação sem propósito, sem nexo, sem conseqüência,

Sempre, sempre, sempre,
Esta angústia excessiva do espírito por coisa nenhuma,
Na estrada de Sintra, ou na estrada do sonho, ou na estrada da vida...
Maieável aos meus movimentos subconscientes do volante,
Galga sob mim comigo o automóvel que me emprestaram.
Sorrio do símbolo, ao pensar nele, e ao virar à direita.
Em quantas coisas que me emprestaram eu sigo no mundo
Quantas coisas que me emprestaram guio como minhas!
Quanto me emprestaram, ai de mim!, eu próprio sou!

À esquerda o casebre — sim, o casebre — à beira da estrada
À direita o campo aberto, com a lua ao longe.
O automóvel, que parecia há pouco dar-me liberdade,
É agora uma coisa onde estou fechado
Que só posso conduzir se nele estiver fechado,
Que só domino se me incluir nele, se ele me incluir a mim.

À esquerda lá para trás o casebre modesto, mais que modesto.
A vida ali deve ser feliz, só porque não é a minha.
Se alguém me viu da janela do casebre, sonhará: Aquele é que é feliz.

Talvez à criança espreitando pelos vidros da janela do andar que está em cima
Fiquei (com o automóvel emprestado) como um sonho, uma fada real.
Talvez à rapariga que olhou, ouvindo o motor, pela janela da cozinha
No pavimento térreo,
Sou qualquer coisa do príncipe de todo o coração de rapariga,
E ela me olhará de esguelha, pelos vidros, até à curva em que me perdi.

Deixarei sonhos atrás de mim, ou é o automóvel que os deixa?
Eu, guiador do automóvel emprestado, ou o automóvel emprestado que eu guio?

Na estrada de Sintra ao luar, na tristeza, ante os campos e a noite,
Guiando o Chevrolet emprestado desconsoladamente,
Perco-me na estrada futura, sumo-me na distância que alcanço,
E, num desejo terrível, súbido, violento, inconcebível,
Acelero...

Mas o meu coração ficou no monte de pedras, de que me desviei ao vê-lo sem vê-lo,

À porta do casebre,
O meu coração vazio,
O meu coração insatisfeito,
O meu coração mais humano do que eu, mais exato que a vida.
Na estrada de Sintra, perto da meia-noite, ao luar, ao votante,
Na estrada de Sintra, que cansaço da própria imaginação,
Na estrada de Sintra, cada vez mais perto de Sintra,
Na estrada de Sintra, cada vez menos perto de mim.

martes, 12 de junio de 2012

LA INVASIÓN DE LAS SIGLAS (POEMILLA MUY INCOMPLETO)


























A la memoria de Pedro Salinas, a quien
en 1948 oí por primera vez la troquelación
«siglo de siglas».


USA, URSS.
USA, URSS, OAS, UNESCO:
ONU, ONU, ONU
TWA, BEA, K.L.M., BOAC
¡RENFE, RENFE, RENFE!

FULASA, CARASA, RULASA,
CAMPSA, CUMPSA, KIMPSA;
FETASA, FITUSA, CARUSA,
¡RENFE, RENFE, RENFE!

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.,
¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!

Vosotros erais suaves formas:
INRI, de procedencia venerable,
S.P.Q.R., de nuestra nobleza heredada.
Vosotros nunca fuisteis invasión.
Hable
al ritmo de las viejas normas
mi corazón,
porque este gris ejército esquelético
siempre avanza
(PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA);
frenético
con férreos garfios (TRACA, TRUCA, TROCA)
me oprime,
me sofoca,
(siempre inventando, el maldito, para que yo rime:
ARAMA, URUMA, ALIME,
KINDO, KONDA, KUNDE).
Su gélida risa amarilla
brilla
sombría, inédita, marciana.
Quiero gritar y la palabra se me hunde
en la pesadilla
de la mañana.

Legión de monstruos que me agobia,
fríos andamiajes en tropel:
yo querría decir madre, amores, novia;
querría decir vino, pan, queso, miel.
¡Qué ansia de gritar
muero, amor, amar!

Y siempre avanza:
USA, URSS, OAS, UNESCO,
KAMPSA, KUMPSA, KIMPSA,
PETANZA, KUTANZA, FUTRANZA...

¡S.O.S., S.O.S., S.O.S.!
Oh, Dios, dime,
¿hasta que yo cese,
de esta balumba
que me oprime,
no descansaré?

¡Oh dulce tumba:
una cruz y un R.I.P.!

domingo, 10 de junio de 2012

El pulpo que no murió










Sakutaro Hagiwara (Japón)


Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la roca.
Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y sólo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo.
Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él.
Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra.
En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo.
Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido.
Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado.
Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de horrenda escasez e insatisfacción.

Sakutaro Hagiwara (Japón)
Breve reseña sobre su obra
Escritor japonés nacido en 1886 y fallecido en 1942.  Hijo de un médico local, se interesó en la poesía desde muy joven, publicando sus versos en las revistas literarias Zamboa, Shiika y Chijo Junrei. Junto con Muro Saisei y Yamamura Bocho  creó el grupo Ningyo Shisha, dedicado al estudio de la música, poesía y religión y la revista literaria Takujo Funsui, cuya primera edición salió en 1915.
Hacia 19176, Hagiwara publicó su primera colección de versos libres titulada Tsuki ni Hoeru.

El pulpo que no murió aparece recopilado en la antología 45 cuentos siniestros, publicada por Ediciones de la Flor.

sábado, 9 de junio de 2012

NUEVOS LIBROS PARA LA BIBLIOTECA









Las filofábulas, cuentos de sabios para que los niños aprendan a vivir








Autor: Piquemal, Michel
Trad.: Furió Sancho, María José
Ediciones Oniro, S.A.
Colección La biblioteca del saber
A partir de 9 años












Michel Piquemal, el autor de este libro, ha escrito para los jóvenes lectores un libro de fábulas inspirado en las enseñanzas de los sabios de todos los tiempos. Las filofábulas son pequeñas historias, llenas de humor y sensibilidad, que provienen de la filosofía occidental, de la mitología y de las sabidurías de Oriente. Con preguntas, palabras-clave y unas bellas ilustraciones, aprenderás todo lo necesario para cruzar el umbral de la sabiduría.
Un complemento ideal para que los padres puedan transmitir conceptos complicados o abstractos a los niños.









Cuatro poetas en guerra
Autor: Ian Gibson

Editorial Planeta




Siempre es un placer leer a Ian Gibson, hispanista y como él mismo se denomina, biógrafo especializado en grandes figuras de la cultura española del siglo XX. Aproximarme a las vidas de autores como García Lorca en Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (1998) o Antonio Machado enLigero de equipaje (2006) ha sido una deliciosa experiencia. La amplísima documentación en que se basa Ian Gibson, su aproximación a las fuentes, a los testimonios, a la época, el tono ameno y divulgativo con que se desarrollan, en definitiva acercan al lector de un modo muy familiar y cercano a las vidas de aquellos autores.
Por eso creo que Cuatro poetas en guerra no defraudará. La obra nos muestra a Juan Ramón Jiménez, Miguel Hernández, Lorca y Antonio Machado desde la perspectiva de su lucha por la defensa de la democracia y la República. Cuatro de las mejores voces poéticas del siglo XX son analizadas así, deteniéndose en los matices ideológicos de cada una. Ian Gibson se ha valido para su documentación, entre otras, de la obra del periodista y dramaturgo argentino Pablo Suero, cuyo libro de crónicas desde finales de 1935 recogía entrevistas con los grandes autores del momento, entre ellos estos cuatro poetas.
En fin, una obra interesante desde muchos puntos de vista, pero, sobre todo, destacaría la importante labor que puede desarrollar en la función de memoria histórica, que cuando hace menos de cien años de estos acontecimientos, parece haberse disipado. Así ha concebido Gibson Cuatro poetas en guerra:
He pretendido hacer un libro divulgativo, porque siento que existe una gran curiosidad por el tema entre los nietos de la guerra, y he comprobado que hay mucha ignorancia entre los jóvenes, mucha confrontación y muy poca información.






La historia desde mi balcón

Testigo directo de la marea árabe




Autor: Tomás Alcoverro
Editorial: Destino






Tomás Alcoverro | 14/05/2008 / La Vanguardia
Vivo en un edificio singular. Asomado al balcón de mi piso he podido presenciar, desde hace años, los espectaculares vuelcos de la historia de Líbano. Beirut es apasionante para estudiarlo y enloquecedor para vivirlo. Tiene la esquina suavemente convexa y antes de ser renovada con gusto, la fachada estaba acribillada de las balas de cuando mataban en las calles de la ciudad. En Líbano, los números de las casas, si los hay, no cuentan. Todos los edificios llevan el nombre de su propietario.
Se llamó inmueble Saad, un nombre que hay que escribir siempre en las direcciones postales, en los documentos públicos, pero ahora es conocido como Mastercard, la compañía de tarjetas de crédito. Pero lo que, de verdad sirve para localizarlo es decir que está al lado del hotel Commodore, famoso durante las guerras libanesas y, sobre todo, en la invasión israelí de 1982, porque se había convertido en el hotel por antonomasia de los corresponsales extranjeros.
El inmueble Saad, como yo todavía me empeño en repetir, tiene una novelesca historia. Dos de mis vecinos, el del tercero, el francés Roger Auque, corresponsal del diario La Croix,y el británico Charles Grass, que vivía en el quinto, de la cadena estadounidense ABC, fueron secuestrados. El secuestro de Grass duró sólo unos días, pero Auque sufrió el interminable calvario de muchos rehenes occidentales de Beirut. En el viejo ascensor de madera, reemplazado por uno de cristales, habían grabado, a navaja, su nombre. De aquel tiempo guardo mi puerta blindada.
Un día muy lluvioso de febrero de 1984, los milicianos de Amal con sus aliados drusos de Ualid Yumblat, ocuparon los barrios del oeste de Beirut, desgarrando, otra vez, la ciudad entre barrios musulmanes y cristianos. Provocado, sobre todo, por los bombardeos del ejército, bajo el mando del presidente de la República Amin Gemayel, contra los suburbios chiíes, incitó a la sexta brigada del ejército, compuesta especialmente de soldados chiíes, a luchar codo con codo al lado de Amal, aliado, ahora, de Hizbulah en su segunda ocupación de estos barrios.
La toma de esta parte de la ciudad, del barrio de Hamra, donde está mi casa, dio a Nabih Berri, en la actualidad presidente de la Asamblea Nacional, una destacada fuerza política y militar. Fue entonces cuando el oeste de Beirut se convirtió en un infierno, en el anárquico reino de las milicias de toda calaña que ahuyentaron a muchos de sus habitantes cristianos, como la antigua propietaria de mi edificio, forzando al éxodo de embajadas y corresponsales occidentales, que tuvieron que establecerse en la zona este de la ciudad. Yo fui uno de los pocos periodistas extranjeros que nunca abandonaron su casa, en la calle del hotel Commodore.
Desde mi balcón vi, en 1982, cómo salían en camiones los últimos fedayines de Arafat hacia el puerto para embarcar hacia su nuevo exilio. En aquel tiempo el hotel Commodore, con su preciado télex, vivía bajo su protección.
Con el reino de las milicias, los combates de calle fueron frecuentes. Otro día del invierno de 1985, chiíes de Berri y drusos de Yumblat, aliados antes de la toma del oeste de Beirut, se enzarzaron en una lucha ante mi casa. “Esta es una bala de kalashnikov, este es un proyectil de M-16″, decía mi amigo Hasan Chamas, abriendo el balcón, gateando para recoger los casquillos. El cristal de la ventana de mi dormitorio fue agujereado por un proyectil que atravesó la persiana. En las paredes de los balcones había impactos de bala y pequeñas desconchaduras, y en los pisos que dan sobre la piscina del hotel Commodore, casi todos los cristales se hicieron añicos. Mirando por las rendijas de mis persianas, adivinaba las siluetas de los milicianos, oía sus voces, sus jóvenes voces nocturnas, que se habían apoderado de las calles abandonadas. Una vez mi piso fue ocupado por una banda de hombres armados que pretendían ser del partido de Yumblat. Desde mi balcón describí otro día una manifestación de miles de mujeres cubiertas del negro chador, organizada por Hizbulah, y la titulé “El oeste de Beirut, un pequeño Teherán”.
Estos años del exacerbado terror sólo concluyeron en 1987, cuando a petición de los dirigentes locales, que imploraron al rais Hafez el Asad su protección, fueron enviados tres mil soldados sirios a estos barrios. Uno de sus destacamentos se estableció en el Commodore. La primera orden que cumplieron fue arrinconar con sus armas a los milicianos de Hizbulah a los suburbios chiíes. En pocos días cambió el ambiente callejero de Hamra y desaparecieron los barbudos combatientes y las mujeres cubiertas de pies a cabeza.
En tres décadas he visto pasar guerrilleros palestinos, milicianos libaneses, soldados sirios evacuados sólo hace tres años de Beirut. No conozco un lugar en el mundo en el que el periodista tenga el privilegio de poseer una de las condiciones de su trabajo: la inmediación. En Beirut el periodista describe lo que ve, lo que le sorprende desde el propio balcón de su casa o de su oficina. Quizá por esto este edificio tan singular fue habitado, además de por diplomáticos franceses, por corresponsales como Ignacio Cembrero, Javier Valenzuela, Juan Carlos Gumucio y visitado, a menudo, por Maruja Torres.
Hoy, bajo mis balcones están apostados soldados libaneses con sus obsoletos carros de combate para proteger la vecina mansión de Saad el Hariri, jefe del grupo suní Al Mustaqbal, derrotado en los combates con Hizbulah. Las palomas dan vueltas, como siempre, en torno al edificio, en sus domesticados vuelos matinales. En Beirut quedan las fechas, pero las emociones se escapan.










Misterio, emoción y riesgo

Sobre libros y películas de aventuras




Autor: Fernado Sabater

Editorial: Planeta















De los piratas y tesoros de Stevenson a King Kong y su amor fou por una mujer de rubios cabellos, del terror decimonónico de Edgar Allan Poe al horror claustrofóbico de Alien, de la fría capacidad analítica de Sherlock Holmes a la acción y seducción de James Bond; de los mundos soñados por Julio Verne a la pesadilla en forma de renacidos saurios de Parque Jurásico, de las travesuras de Guillermo y sus proscritos a la lucha contra el mal del niño mago Harry Potter; de la Tierra Media de Tolkien a los monstruos informes de Lovecraft, del náufrato Robinson Crusoe al aventurero Allan Quatermain en busca de las minas del rey Salomón, de las invasiones marcianas de H. G. Wells al tiburón asesino de Steven Spielberg, de las paradojas de Lewis Carroll al humor absurdo de Groucho Marx, del Sandokán de Salgari al intrépido reportero llamado Tintín... Misterio, emoción y riesgo reúne todo lo que Fernando Savater ha escrito, incluido un buen número de textos inéditos, sobre una de sus grandes pasiones: las novelas y películas de aventuras, que nos hicieron soñar en la infancia y nos siguen entusiamando en la madurez. Profusamente ilustrado, el libro se cierra con sendos cánones personales sobre las grandes novelas de misterio y las mejores películas de aventuras. Este libro reúne todo lo que Fernando Savater ha escrito, incluido un buen número de textos inéditos, sobre una de sus grandes pasiones: las novelas y películas de aventuras.








Las pioneras: Las mujeres que cambiaron la sociedad y la ciencia desde la antigüedad hasta nuestros días



Autor: Rita Levi Montalcini

Editorial Crítica




Tuvieron que luchar contra los prejuicios y el machismo para poder estudiar y entrar en los laboratorios. Corrieron el riesgo de dejarse robar sus descubrimientos, que a menudo se atribuyeron exclusivamente a sus colegas masculinos. Fueron capaces de cargar con el doble empeño de la familia y la investigación. Por ejemplo, Marie Curie no pudo estudiar en su patria, Polonia, porque en ese momento la universidad estaba cerrada a las mujeres. Por ello se trasladó a Francia, donde se licenció y se dedicó a la investigación con gran éxito, llegando a obtener el Premio Nobel. Ella es solo un ejemplo de mujeres fascinantes, rigurosas, combativas, nunca banales –de Hipatia a Vandana Shiva–, que nos cuenta en este libro Rita Levi-Montalcini, la más grande científica italiana que cuenta con pasión cuáles han sido sus propias referencias personales: mujeres innovadoras que han sabido afirmarse y gestionar la emancipación de la mujer en la sociedad occidental. Levi-Montalcini nos habla de setenta mujeres excepcionales y las pone como ejemplo de genio y perseverancia. Sus logros quedarán para siempre.



martes, 5 de junio de 2012

El pavo navideño - Mario de Andrade (Brasil)









Nuestra primera Navidad en familia después de la muerte de mi padre, que había sucedido cinco meses antes, tuvo consecuencias decisivas para la felicidad familiar. Nosotros siempre habíamos sido familiarmente felices en ese sentido bien abstracto que tiene la felicidad: gente honesta, sin crímenes, un hogar sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido principalmente a la naturaleza grisácea de mi padre, un ser desprovisto de todo lirismo y de una inepta ejemplaridad, ataviado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese aprovechamiento de la vida, ese gusto por las felicidades materiales, un buen vino, una estadía en un balneario, la adquisición de una heladera o ese tipo de cosas. Mi padre era un bonachón equivocado, casi dramático, el purasangre de los aguafiestas.
Se murió mi padre, lo lamentamos mucho, etc. Cuando llegó la Navidad, yo ya no sabía cómo hacer a un lado aquella memoria obstructora del muerto, que parecía haber sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada almuerzo, en cada gesto mínimo de la familia. Una vez, cuando le sugerí a mi mamá ir a ver una película al cine, su única respuesta fueron lágrimas. ¡Dónde se vio ir al cine en pleno luto! El dolor estaba siendo cultivado por sus apariencias y yo, que había apreciado generalmente poco a mi padre, y más por instinto de hijo que por espontaneidad de amor, me encontraba a punto de fastidiarme con las bondades del muerto. 
Fue a causa de esto que nació, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas "locuras". Estas fueron además, y desde muy temprano, mi espléndida conquista contra el ambiente familiar desde hacía mucho tiempo, desde los tiempos de la secundaria en los que conseguía regularmente una reprobación cada año. Desde el beso a escondidas a una prima, a los diez años, cuando fui descubierto por la Tía Vieja, detestable como tía, y principalmente desde las lecciones que di o recibí, no lo sé, de una criada de unos parientes: conseguí, en el reformatorio de mi hogar y en la vasta parentela, la fama conciliatoria del "loco". "¡Está loco, pobrecito!", decían. Mis padres hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela buscaba ejemplos para sus hijos y, probablemente, con el placer de los que se convencen a sí mismos de alguna superioridad. No tenían loquitos entre sus hijos. Pues bien, esa fama fue la que me salvó.
Hice todo lo que la vida me presentó y lo que mi ser exigía para realizarse con integridad. Y me dejaron hacer de todo porque estaba loco, pobrecito. De todo esto resultó una existencia sin complejos, de lo que no me puedo quejar ni un ápice.
La cena de Navidad fue siempre una costumbre en la familia. Cena ordinaria, como es de suponer: cena tipo mi padre, con castañas, higos y pasas, después de la Misa de Gallo. Atiborrados de almendras y nueces (mientras discutíamos los tres hermanos por causa de los cascanueces...), atiborrados de castañas y monotonías, nos abrazábamos y nos íbamos a la cama. Fue acordándome de eso que salí con una de mis "locuras":
-Bueno, esta Navidad quiero comer pavo.
Se produjo uno de esos sustos que nadie puede imaginarse. Enseguida mi tía solterona y santa que vivía con nosotros advirtió que no podíamos convidar a nadie a causa del luto.
-¡Pero quién habló de convidar a alguien! Qué manía, ¿cuándo fue que nosotros comimos pavo? Pavo acá en casa y en plato de fiesta, viene toda esa parentela del diablo...
-Mi hijo, no digas eso...
-Pues lo digo y listo.
Y descargué mi helada indiferencia por nuestra parentela infinita, dicen que descendiente de los bandeirantes1, ¡qué poco me importa! Era justo el momento para desarrollar mi teoría del pobre loquito y no perdí la oportunidad. Me dio de golpe una ternura inmensa por mamá y la tía, mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que siempre divinizaron mi vida. Siempre pasaba lo mismo: alguien cumplía años y sólo entonces hacían pavo en aquella casa. Pavo era el plato de fiesta: una inmundicia de parientes ya preparados por la tradición invadían la casa a causa del pavo, de las empanaditas y de los dulces. Mis tres madres ya no sabían nada de la vida sino trabajar durante los tres días previos. Trabajar en la preparación de los dulces y de la comida fría, finísimos por lo bien hechos, la parentela se devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis tres madres apenas podían moverse de lo
exhaustas que estaban. Del pavo, sólo cuando se enterraban los huesos, al día siguiente, es que mamá con mi tía podían probar un pedazo de pata, vago, oscuro, perdido entre el arroz blanco. Y eso que era mamá la que servía y lo probaba todo para el viejo y los hijos. En verdad, nadie sabía en realidad qué era el pavo en nuestra casa, pavo era la sobra de la fiesta.
No, no se invitaría a nadie, era un pavo solamente para nosotros cinco, Y tenía que ser con dos tipos de harina de mandioca: una grasosa con los menudos y la otra, seca, doradita, con bastante manteca. Quería el pavo relleno sólo con farofa grasosa, a la que habríamos de agregar ciruelas negras, nueces y una copa de jerez como había aprendido en la casa de mi querida compañera Rose.
Obviamente omití dónde había aprendido la receta, pero todos desconfiaron. Y se quedaron con ese aire de quien sopla incienso, pensando si no sería una tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa. Y cerveza bien helada, aseguraba yo casi gritando. Es cierto que con mis "gustos", ya bastante afinados fuera de casa, pensé primero en un buen vino, completamente francés. Pero la ternura por mamá venció al loco; a mamá le encantaba la cerveza.
Cuando terminé de exponer mis proyectos, percibí que todos estaban felicísimos y con un deseo fuertísimo por realizar aquella locura en la que yo había estallado. Sabían que era una locura, sí, pero todos simulaban que era yo solamente quien estaba deseando aquello y que había una manera fácil de echarme encima la culpa de sus deseos enormes. Se miraban de reojo sonriendo, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana halló la solución con el consentimiento general:
-¡Está loco en serio!...
Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa de Gallo rezada a los apurones, se produjo nuestra más maravillosa Navidad. Fue gracioso: en cuanto me acordé de que finalmente iba a hacer que mamá comiera pavo, no hice otra cosa que pensar en ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada.  Y  mis hermanos también estaban en el mismo ritmo violento del amor, todos dominados por la nueva felicidad que el pavo venía imprimiéndole a la familia. De modo que, aun disfrazando las cosas, dejé muy  sosegado que mamá cortase todo el pecho del pavo. Además, en un momento, ella se detuvo con las tajadas de uno de los costados del pecho del ave, como no resistiendo aquellas leyes de economía que siempre la habían entorpecido en una casi pobreza sin sentido.
-¡No doña, córtelo todo entero! ¡Yo solo me como todo eso!
Era mentira. El amor familiar estaba incandescente de tal forma en mí, que hasta era capaz de comer poco sólo para que los otros cuatro comiesen más. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo comido a solas, redescubría en cada uno lo que la cotidianeidad había ahogado por completo, el amor, la pasión materna, la pasión de los hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En aquella casa de burgueses bien modestos se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios. El pecho del pavo quedó enteramente reducido a amplias tajadas.
-¡Yo lo sirvo!
¿"Está loco en serio" pues por qué habría de servir yo si siempre lo hacía mamá! Entre risas, me pasaron los grandes platos llenos y comencé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a servir cerveza. Me di cuenta enseguida que había un pedazo admirable de la "cascara", lleno de grasa y lo puse en el plato. Y después varias rodajas blancas. La voz severa de mamá cortó el espacio angustiado en el que todos aspiraban por su porción de pavo:
- ¡Acordate de tus hermanos, Juca!
¡Cómo ella iba a imaginarse, la pobre, que ése era su plato, el de Mamá, mi amiga maltratada que no sabía nada de Rose, de mis crímenes, a la que yo sólo le comunicaba lo que la hacía sufrir! El plato quedó sublime.
-Mamá, esto es tuyo, no lo pases por favor.
Fue cuando ella no pudo más con tanta conmoción y comenzó a llorar. Mi tía también, apenas se dio cuenta de que el nuevo plato sublime que seguía era el de ella, entró en el refrán de las lágrimas. Y mi hermana, que jamás vio una lágrima sin también abrir la canilla, se deshizo en llanto. Entonces comencé a decir muchas tonterías para no llorar yo también, tenía diecinueve años...   ¡Diablo de familia ignorante que veía un pavo, lloraba y cosas así! Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora que la alegría se había vuelto imposible, el llanto evocaba por asociación la imagen indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura cenicienta, venía como  siempre  a  arruinar nuestra Navidad. Me puse como loco.
Bueno, se comenzó a comer en silencio, luctuosos, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue flotaba apacible entre los sabores de las harinas de mandioca y del jamón, de vez en cuando herida, perturbada y de nuevo deseada, por la intervención más violenta de la ciruela negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad. Y el pavo estaba tan sabroso y mamá sabiendo que el pavo era un manjar digno del niño Jesús recién nacido.
Comenzó una lucha sorda entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que alabar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, obviamente, tomé decididamente partido por el pavo. Pero los difuntos tienen medios viscosos, muy hipócritas y difíciles de vencer: ni bien alabé al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.
-Sólo falta tu padre...
Yo ni comía ni me podía gustar más ese pavo perfecto de tanto que me interesaba por esa lucha entre dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y ni sé qué inspiración genial me volvió, de repente, hipócrita y político. En ese instante que hoy me parece decisivo para nuestra familia, tomé aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste:
-Es así... Pero papá, que nos quería tanto, que murió de tanto trabajar para nosotros, papá allá en el cielo debe estar contento... (dudé, pero resolví no mencionar más al pavo) contento de vernos a todos reunidos en familia.
Entonces todos comenzaron con mucha calma a hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo, disminuyendo y se convirtió en una estrellita brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá había sido muy bueno, siempre se había sacrificado por nosotros y había sido un santo que "ustedes, hijos míos, no le podrán pagar nunca lo que le deben a su padre", un santo. Papá se había vuelto santo, una contemplación agradable, una estrellita en el cielo que no estorbaba. Puro objeto de contemplación suave, ya no perjudicaba más a nadie. El único muerto allí era el pavo, dominador, completamente victorioso.
Mi madre, mi tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no era exactamente eso. Era una felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de los otros parentescos que distraían del gran amor familiar. Y fue, sé que fue aquél, el primer pavo comido en el retiro de la familia, el inicio de un amor nuevo, reacomodado, más completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso de sí. No quiero ser excluyente, pero la felicidad familiar que nació entre nosotros puede ser que algunos la tengan así de grande, pero más intensa que la nuestra es algo imposible de concebir.
Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que aquello le podía hacer mal. Pero enseguida pensé: ¡ah, que siga, aun si ella muriese, por lo menos una vez en la vida comería pavo de verdad!
La enorme falta de egoísmo me había transportado a nuestro infinito amor... Después vinieron unas uvas leves y unos dulces, que allá en mi tierra llevan el nombre de Bem-casados2. Pero ni siquiera este nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre a quien el pavo había convertido en dignidad, en cosa verdadera, en culto puro de la contemplación.
Nos levantamos. Eran casi las dos, estábamos todos alegres, relajados por las dos botellas de cerveza. Todos se iban a acostar, a dormir o a moverse en la cama, poco importa, porque es bueno el insomnio feliz. Lo endemoniado es que Rose, católica antes de ser Rose, había prometido esperarme con champagne. Para poder irme, mentí, dije que iba a una fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo de modo que supiera a dónde es que iba y así hacerla sufrir un poco. A las otras mujeres las besé sin guiños. Y ahora, ¡Rose!...

1 Bandeirantes; pioneros paulistas que avanzaron hacia el interior en la colonización de tierras y que formaron las familias fundadoras de la ciudad de San Pablo (n. del t.).
2 Dulces que se entregan como regalos en los casamientos y que se hacen con bizcochuelo y dulce de leche (n. del t).