martes, 30 de octubre de 2007

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Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-2

Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-2

Pero ni Nietzsche era un adolescente cuando escribió sus obras decisivas, ni tampoco lo era Spengler cuando compuso La decadencia de Occidente. Y mucho menos lo era cuando perpetró ese otro libro no menor en su obra total que se tituló Años decisivos. Es curiosa la interpretació n que de este panfleto fascista suelen ofrecer en la actualidad los militantes de la fanática secta spengleriana. Produce náuseas leer la afirmación de que se trata de un libro crítico con el nazismo. Aunque quizá esto no sea del todo incierto. En efecto, Spengler reprocha a Hitler que en alguna medida se dejase llevar por trasnochados prejuicios democráticos y no fuese aún más implacable y de una pureza sin fisuras en la imposición de la autoridad. Y comienza la introducción redactada en 1933 proclamando paladinamente su más hondo desprecio por la «sucia revolución de 1918», a la que califica de «traición infligida por la parte inferior de nuestro pueblo», y que en su opinión no se aplastó de forma suficientemente sangrienta. Si Spengler no pudo ser finalmente reclutado para el partido nazi por Goebbels, gran admirador suyo, fue porque Spengler era mucho más salvaje que el mismísimo Hitler. Es triste, pero hasta ese extremo de abyección puede alcanzar la naturaleza humana.

Tanto Nietzsche como Spengler -este último de forma mucho más sistemática- eligieron certeramente el enemigo y taimadamente las palabras, cosa que no oculta, a poco que uno profundice, el aparente desdén por las gastadas tradiciones. El objetivo es siempre el mismo: la razón, la Ilustración, la Revolución francesa y cuanto en torno a ella nace. Ni más ni menos que el mismo adversario que la reacción europea que vio tambalearse sus ancestrales privilegios en 1789. Tanto da que se invoque el derecho divino o que se inventen vacías abstracciones como la virtú, el superhombre, el alma fáustica o el espíritu dionisiaco.

A Nietzsche, a Spengler y a la Santa Alianza les aterraba el mismo mal.

Resulta que los ilustrados, y no sólo los franceses (Adam Smith fue por ejemplo un digno representante de la Ilustración escocesa, a pesar de que su pensamiento haya sido obscenamente tergiversado por marginalistas y neoliberales, y a él se refería Marx siempre con profundo respeto, cosa que muchos que se consideran marxistas acostumbran a ignorar), los ilustrados de toda Europa, digo, llegaron a dos conclusiones sencillas pero extraordinarias para su tiempo. Por una parte, la constatación elemental, sugerida por el oscuro pero imaginativo pensador napolitano Giambattista Vico en sus Principios de ciencia nueva, de que la historia es la obra de los seres humanos, de lo que puede inferirse que los propios seres humanos albergan en sus manos la capacidad de cambiarla. Por otro lado, la firme convicción de que todas las personas han sido dotadas por igual de razón y pueden hacer uso de la razón para organizar la sociedad de una manera más justa. En ese empeño es esencial el conocimiento y, tanto como el conocimiento en sí, su difusión sin cortapisas. Aquí residía el motivo fundamental del titánico esfuerzo que los enciclopedistas llevaron a cabo por reunir el conjunto de conocimientos acumulados por la humanidad hasta su época, ordenarlo y exponerlo de la forma más sencilla y comprensible por el pueblo. La Enciclopedia es una de las obras más hermosas y generosas de la historia. Y el odio que por esta obra abrigaron los defensores del Antiguo Régimen, tal vez sólo superado por Nietzsche y sus epígonos, es fácilmente explicable. Se estaba proclamando nada menos que nadie había sido distinguido por Dios ni por la naturaleza para elevarse por encima del resto de los mortales y que tampoco existían verdades esotéricas reservadas a sumos sacerdotes o reyes; todos disponían de razón y todos estaban naturalmente facultados para acceder al conocimiento.

Los herederos decimonónicos del espíritu de la Ilustración de diferentes corrientes y lugares, y entre ellos Marx -porque la Ilustración y el racionalismo constituyen el cimiento principal de la formación de Marx, tal vez no sea ocioso recordarlo- desvelaron el fondo de ingenuidad de que adolecían muchas de las formulaciones de los ilustrados. La mera universalizació n del conocimiento no impulsa a la ciudadanía a reformar ni mucho menos a transformar la sociedad; existen clases sociales, intereses contrapuestos, existe una realidad material que condiciona la evolución y el cambio de las colectividades humanas. No se puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, pero tampoco el destino está escrito en ningún sitio y solamente condena a quien nada hace por evitarlo. De manera que, salvando sus ingenuidades, el tronco primigenio del racionalismo fue y continúa siendo el acicate fundamental para cualquier afán y lucha emancipadora en el mundo. La razón es lo que ningún poderoso puede arrebatarte, el primer arma de defensa ante la injusticia, el fondo de la libertad de cualquier ser humano. Y además ésta es una convicción que no depende de ninguna particularidad cultural; se predica de la totalidad de la especie, sea cual sea su cultura, su nación o su fe religiosa o falta de ella.

Pues bien, quien examine con un poco de cuidado las torrenciales páginas de La decadencia de Occidente, y no se deje trastornar por la retórica ni por la opulenta y sofisticada exhibición de generalizaciones históricas, hallará el plan básico de la obra, que no es otro que derribar paso a paso los pilares de la Ilustración, justamente aquellos que mayor riesgo suponen para el poder, para los privilegios y las injusticias sociales. Citaré sólo algunos ejes de la trama: a) Se niega la universalidad de todo conocimiento científico. No hay una física, ni siquiera unas solas matemáticas, se dice a la postre, sino tantas matemáticas y tantas físicas como culturas existen sobre la faz de la tierra. Los argumentos de Spengler fueron después repetidos sin grandes variaciones por el gran impostor intelectual Feyerabend, quien sólo fue original en las bufonadas pretendidamente sarcásticas que se le ocurrían.

Se narra una historia imaginaria de luchas irreconciliables entre la geometría euclidiana y la no euclidiana o entre la física cuántica y las investigaciones de Newton para acabar sentenciando que no hay criterio de verdad alguno en la ciencia que mantenga la menor fiabilidad, con lo que, en el fondo, no hay gran diferencia apreciable entre los postulados de la física nuclear y las creencias de un chamán. No hay más que diferentes perspectivas o sedimentos culturales o «visiones del cosmos», ninguna de ellas preferible a las otras. La consecuencia salta a la vista. El oscurantismo medieval y las supersticiones que han sido utilizadas para legitimar seculares privilegios no son más que una perspectiva alternativa, tan respetable como otras. El creacionismo es una teoría más, que ha de ser tomada en pie de igualdad con la teoría de la evolución de Darwin.

Y la cosa suele adornarse con una jesuítica denuncia de la «tiranía del racionalismo científico» que desde finales del siglo XVIII oprime cruelmente a cualquier «otra forma de saber». Por supuesto, se pasa por alto la diferencia esencial entre el racionalismo científico y esas otras formas de saber cuyos derechos se reclaman. Que el primero puede ser impugnado por cualquiera que adquiera las herramientas de conocimiento necesarias y que las otras dependen de sentimientos o creencias que nadie tiene la opción de rebatir.

b) En la medida en que se desdeña como tiranía de los nuevos tiempos la razón, no existe ningún terreno en el que dialogar con el autor que no pase por el acuerdo absoluto con cuanto afirma. En el prólogo a la segunda edición alemana de la obra, Spengler realiza una declaración que sólo puede sorprender a quienes no estamos imbuidos, para nuestra desgracia, de su inspiración sobrenatural: «En la Introducción a la edición de 1918 -afirma- hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido». La cosa está meridianamente clara. No es posible el desacuerdo con Spengler; quien no comparta sus puntos de vista es que no le ha comprendido, sin disputa. Jamás me explicaré cuál es el motivo por el que este tipo de muestras de arrogancia pueril, de las que están llenos hasta el hartazgo todos los libros de Spengler y de Nietzsche, no hayan hecho mella en sus fieles seguidores.

Pero es que, además, cuando Spengler habla de comprender no está pensando en una comprensión racional posible para cualquiera que se esfuerce en ello. Se refiere a un sentimiento, una vivencia (las expresiones empleadas son muchas, a cuál más altisonante: «experiencia de la vida», visión o perspectiva «poética» o «fisiognómica», entre otras). Esa vivencia que permite comprender la nueva «morfología» de la historia universal se tiene o no se tiene, y está al alcance en cualquier caso de una ínfima minoría.

Quien no pertenezca a esa minoría hará bien en no molestarse en abrir el libro siquiera, porque carece de la condición biológica indispensable para penetrar en la mente del autor. También Nietzsche había proclamado que sólo admitía como lectores suyos a unos pocos, los únicos capaces de entenderle, quienes, desde lo alto de las montañas, puedan contemplar, muy abajo, a la chusma. Y, notable coincidencia, Hitler en el principio del Mein Kampf advertía que éste no estaba escrito para los extraños sino para los adherentes de corazón al movimiento. No hay, pues, posibilidad alguna de diálogo con el pensamiento irracionalista -valga la paradoja de términos-, porque el irracionalismo exige la adhesión antes de empezar a dialogar, en el mejor de los casos, cuando no el reconocimiento de la pertenencia a una elite natural cuyos felices componentes seleccionan, por supuesto, los propios irracionalistas. Spengler llega a asegurar que, a diferencia del científico, el historiador nace, no se hace. Y entiéndase que la historia, o morfología de la historia, que Spengler aspira a edificar no es un relato del pasado (él censura con displicencia la historiografí a concebida como relato de hechos pretéritos), sino la predicción del futuro.

Percatarse del significado de este punto de vista hace comprensible la ira con la que los devotos de Zaratustra tienen a bien responder siempre a sus críticos. Ellos no rebaten propiamente argumentos; reaccionan ante quien osa enmendar la plana a almas superiores cuya excelsitud se halla muy por encima del insignificante y mezquino cerebro del crítico. Y no estoy caricaturizando. De otra manera, parecería tan absurda como cómica la exagerada susceptibilidad de quienes exigen un conocimiento perfecto de la obra de Nietzsche para opinar sobre ella -para criticarla, se entiende, porque el conocimiento de Nietzsche de muchos de sus adictos deja bastante que desear-, mientras se encuentra aceptable que el maestro llamara a Schiller el trompetero moral de Säckingen, o motejara de hiena a Dante, o se riese de Kant, o tildara de loco a Víctor Hugo y de vaca lechera a George Sand, o, faltaría más, considerase a Zola un mentecato hediondo y a Sócrates un plebeyo, deforme y criminal, entre otras lindezas (lo que escribió acerca de Rousseau mejor lo omitimos para no ofender la sensibilidad del público impresionable) . El maestro podía arremeter contra Darwin en La voluntad de poderío aunque no entendiera ni una palabra de la teoría de la evolución. En fin, que no era rasgo de su temperamento la sutileza al analizar el pensamiento de otros. Y ese escandaloso contraste entre la ignorancia autocomplaciente acerca de los puntos de vista de quienes disienten y la exigencia de reverencia religiosa por el propio cabe sólo en quien se arroga una superioridad congénita que no precisa de explicaciones.

Un caso célebre es la ferocidad con la que siempre han tratado los epígonos del maestro la obra El asalto a la razón, del filósofo marxista Georg Lukács. Es una opinión extendida incluso entre marxistas en la actualidad que Lukács trató con excesiva ligereza y superficialidad a los fundadores del irracionalismo, a autores como el mismo Nietzsche, Schopenhauer o Kierkegaard. Pero, salvo esa acusación general, que los seguidores del irracionalismo suelen adornar con algún que otro insulto y una tonelada de prejuicios, nunca he leído argumentos de verdad convincentes para desarmar el muy sólido trabajo de desenmascaramiento del marxista húngaro. No es mi propósito ahora hacer una reivindicació n del ensayo de Lukács, si bien creo que merecería la pena rescatar del olvido un esfuerzo de crítica injustamente menospreciado. Pero nadie puede negar que por lo menos se tomó la molestia de estudiar las obras de los filósofos que criticaba, y eso no se puede decir de ninguna de las diatribas al uso de los irracionalistas contra el marxismo. Se puede dudar seriamente de que Nietzsche leyera una sola página de Marx y Engels, a pesar de lo cual opinaba con sobrada autoridad acerca del marxismo, el socialismo y el movimiento obrero. Es la ventaja que ofrece, imagino, estar dotado de percepción extra sensorial.

Si el brutal sectarismo de Nietzsche y Spengler fuese fruto de simple egolatría seguramente no habrían tenido sus textos ni la mitad del predicamento que han alcanzado. Pero el desprecio no es abstracto. Ambos lo profesan hacia partes de la sociedad muy concretas. Ambos abominan, no casualmente, de la emergencia del pueblo llano a la acción política a raíz de la Revolución francesa. Aunque nieguen la identificació n de las estirpes superiores -llámenlas como las llamen- con la aristocracia real desalojada del poder por el movimiento revolucionario, es éste el fin último de sus dardos y el merecedor de su odio mayor. El pueblo llano, la parte inferior de la sociedad, debe ser sometido y conformarse con la esclavitud a la que tiene derecho a condenarlo la aristocracia, naturalmente superior. Y la razón de nada sirve, porque el rebaño sencillamente es incapaz de entender.

Éste es el verdadero meollo del asunto; el resto es hojarasca, a veces sutil y hasta genial, pero hojarasca. No es preciso aclarar a qué intereses sirve teoría con semejante espinazo.

c) El extremado relativismo cultural de Spengler al que me refería en el punto primero se coordina con un determinismo absoluto; la palabra sino se repite una y otra vez como un obsesivo mantra. Para Spengler las diferentes culturas han de ser vistas como organismos que atraviesan un ciclo vital siempre repetido y predecible de nacimiento, crecimiento, maduración, declinación y muerte. No hay posibilidad de resistirse, el destino es inexorable. Y tampoco parece haber mestizaje alguno entre culturas, ni en el tiempo ni en el espacio. Spengler no niega de forma terminante las relaciones entre las culturas, incluso les dedica un capítulo en el segundo tomo de su obra, pero sí que niega que de verdad se influyan entre sí. Según su opinión, cada cultura posee una naturaleza preexistente que ninguna influencia exterior puede modificar. Y cuando una cultura toma algo de otra, elige consciente o inconscientemente aquello que se ajusta a su sentir originario. Cada cultura en cada fase de desarrollo vital responde a un determinado sentimiento cósmico que modela igual el arte que la ciencia que la política. Para un griego de la época de Aristóteles sería incomprensible la concepción física de Galileo, del mismo modo que lo será para un árabe, lo que no significa en absoluto que sean mas o menos correctas que la occidental la física de la Grecia clásica o la física árabe (ésta no es, en sentido riguroso, la ciencia física que hacen los árabes, sino la inspirada por el alma mágica). Son distintas, sin más, y así han de aceptarse. Según el particular lenguaje del autor de La decadencia de Occidente, cuando una cultura se adentra en su edad decadente se convierte en civilización, y entonces no hay fuerza humana capaz de frenar la caída. Llega a aseverar que en la época en la que él escribía, en los años de la Primera Guerra mundial, la física occidental había agotado todas sus potencialidades internas de desarrollo. O sea que, como profeta, su talento no hubiese sorprendido a la posteridad.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX no ha sido infrecuente que algunos grupos de la izquierda alternativa creyeran descubrir en este relativismo, sin considerar su fusión insoslayable en Spengler con el determinismo, una sólida impugnación del imperialismo cultural. Considero que tal interpretació n padece de un funesto espejismo. Para negar que el avance científico -o incluso el político, económico, social o cultural propiciado por revoluciones de vario cariz y profundidad- pueda universalizarse, o cuando menos influir en el cambio de sociedades distintas a aquella en que se produjo; para afirmar que nunca un árabe podrá asimilar la gravitación universal porque contrasta con su íntimo sentimiento cósmico, es preciso negar también todo enriquecimiento mutuo entre culturas. Edward W. Said demostró ya de manera admirable que las culturas son todo lo contrario de compartimentos cerrados e impenetrables. Nos guste o no, la historia de la humanidad es una historia de mezcla más o menos turbulenta de culturas y pueblos. Oponerse a esa realidad es una necedad aparte de reaccionario. Una cosa es resistirse a la imposición de su forma de ver el mundo a sociedades más débiles por las más poderosas, y otra pretender que conquistas objetivas que permiten mejorar las condiciones de vida de todos los seres humanos del orbe queden atesoradas en la reducida sociedad en que se alcanzaron. Parece sugerirse que los beneficios del desarrollo científico que en Occidente se ha logrado gracias antes que nada a la descarnada explotación de los países empobrecidos deben ser negados a éstos.

Si el relativismo cultural lo enlazamos al determinismo, como digo, resultará además que la época fáustica, por naturaleza expansiva e imperialista según afirma el mismo Spengler, ha de ser aceptada como inevitable. Y está claro que quienes habrán de soportarla serán los pueblos y culturas dominados, que deberán consolarse con la mera fe en que aún no son decadentes. Ya les llegará su hora. Todavía peor: las culturas ya en decadencia tienen que aceptar su muerte. Nada pueden hacer las personas por salvarlas.

Y piénsese que sólo una exigua minoría alberga un espíritu con la necesaria «experiencia de la vida» para saber -o sentir- qué culturas renacen, cuáles dominan y cuáles en fin habrán de fenecer. Ellos dictarán el curso de la historia ante el que los demás, sólo dotados de la humilde razón, debemos resignarnos. Cuántos tiranos no habrán soñado en la prodigiosa palanca de avasallamiento de una doctrina así.

lunes, 29 de octubre de 2007

Plataforma contra el préstamo de pago en bibliotecas

Carta a los autores en el Día de la Biblioteca


Señoras y señores autores:

En el Día de la Biblioteca de 2007 los bibliotecarios queremos pedirles que, cuando editen una obra suya, digan a sus editores que pongan una nota en la contraportada permitiendo que esa obra se preste sin que las bibliotecas tengan que pagar por ello.
Las bibliotecas compran sus libros (pagando los derechos correspondientes), los cuidan y los divulgan por todos los medios posibles e imposibles. Las bibliotecas conservan sus obras para la posteridad; en ellas se pueden seguir encontrando sus obras cuando ya han desaparecido de las librerías. Las bibliotecas hacen lectores y, como consecuencia directa, hacen compradores de libros. Las bibliotecas son sus mejores cómplices.

Si las bibliotecas tienen que pagar por prestar sus libros, tendrán que reducir las compras. Eso perjudicará a los lectores, que dispondrán de menos libros, y a ustedes, porque algunas de sus obras dejarán de tener el fabuloso escaparate que es una biblioteca.

Los bibliotecarios estamos recogiendo firmas para pedir a la Unión Europea que anule la injusta y absurda directiva que pretende instaurar el préstamo de pago en todas las bibliotecas. Y a ustedes les pedimos que se manifiesten a favor del préstamo libre y gratuito en las obras que editen de ahora en adelante.

Libros gratuitos

Podeís encontrar muchas obras literarias gratuitas en http://www.edicionesdelsur.com/

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sábado, 27 de octubre de 2007

Irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler

Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-1

Nota: es un poco largo, 4 entregas, pero Creo que toma la temática que estamos tratando en El Lector

Ricardo Rodríguez Rebelión

«Ármate de una justa desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón» Barón d'Holbach

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En los últimos tiempos parece haberse despertado en Occidente, entre otros en nuestro país, un renovado interés por las filosofías del irracionalismo.

Nietzsche está en boga, y es citado con profusión por autores de distintos y hasta opuestos campos políticos cuando tratan de las más variopintas materias. En las grandes librerías, los títulos del frenético pensador de Sils-Maria y los estudios acerca de él colman los estantes de las secciones de filosofía, que habitualmente se ubican junto a los volúmenes de ocultismo y religiones exóticas, detalle significativo porque también el espiritismo y la superstición atrapan a un número creciente de personas en las sociedades industrializadas. Nietzsche, junto a Ortega y Gasset, es el filósofo moderno obligatorio en los planes de estudios de enseñanzas medias. Casi se ha convertido en el filósofo por antonomasia. Incluso para los creadores de obras de ficción, literarias o cinematográficas, es de buen tono beber de Nietzsche, de Spengler, de Heidegger, de Vattimo o Baudrillard, dependiendo de la ocasión y la instrucción de cada quien.

No me atrevería a decir si se trata de una moda pasajera o nos encontramos ya por fin en el día después del posmodernismo (el post del post y el círculo que se cierra, Foucault estrechándose la mano con Ignacio de Loyola). Pero se me ha ocurrido que quizá no fuera tiempo perdido tratar de explicarse el por qué de estas nuevas reencarnaciones de Spengler. El resultado del intento tal vez no vaya a ser gran cosa, dado que tampoco alcanza a mucho mi talento.

1 Yo también leí a Nietzsche en mi adolescencia. Durante los veranos, en las horas de la siesta, sin importarme el calor sofocante ni las avispas que sobrevolaban amenazadoras los geranios, me sentaba en el suelo del patio de la casa paterna y leía con el fervor de quien reza, y luego volvía a leer, por las noches, hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, recostado sobre la almohada, rendido pero en tensión. Digerí a grandes bocados, embriagado de emoción, todas las páginas enardecidas de El Anticristo, El crepúsculo de los ídolos, La voluntad de poderío, La gaya ciencia, Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal... Todo, todo, todo. Cuanto cayó en mis manos escrito por el filósofo alemán o acerca de él lo devoré en las que recuerdo como las horas más dichosas y palpitantes de mi vida de lector. Incluida, naturalmente, aquella esclarecedora biografía que de Nietzsche compuso Lou Andreas Salomé, la mujer de la que el filósofo estuvo angustiosamente enamorado hasta su muerte.

El «filósofo seductor» lo llamó el profesor colombiano Zuleta Cortés en un libro por lo demás tan cargante como todos los textos de la copiosa tribu de los monaguillos de Zaratustra. Sin duda, para mí lo fue, como para muchos otros. Para muchos otros adolescentes, quiero decir. El mismo Zuleta Cortés cuenta en el preámbulo de su obra que descubrió a Nietzsche con diecisiete años, apenas tres años más tarde de lo que lo hice yo.

Con todo, ni siquiera Nietzsche tuvo para mí el efecto electrizante que muy poco después me provocaría La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler.

Me pareció la respuesta prodigiosa a cuantas perplejidades me atormentaban.

Dos volúmenes de más de setecientas páginas cada uno. Los leí en menos de semana y media. En aquel entonces no se me antojó insoportablemente vanidosa la afirmación, repetida cada puñado de páginas a lo largo de cada uno de los dos tomos, de que su autor era el primero en darse cuenta de algo y que antes de él la humanidad entera -excluido Goethe, y no siempre- había permanecido en las tinieblas. Ni reparé en la incongruencia de considerar arbitraria la división de la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna e intentar al mismo tiempo enclaustrarla con calzador en las categorías místicas de alma apolínea, fáustica y mágica. Y tampoco advertí, o bien pasé por alto porque eran otras mis preocupaciones más hondas, el desprecio por la democracia y el agresivo autoritarismo que transpiraba en cada párrafo. Sobre todo -he de confesarlo- no me estremeció entonces el pavoroso asco por los seres humanos de carne y hueso que manaba a borbotones en lo que leía.

Nada de ello me importaba. Spengler, igual que antes Nietzsche, acariciaba las fibras más ardientes de mis sentimientos. La pubertad es la época en la que uno empieza a forjar su temperamento, ha dejado de ser un niño pero todavía no es un adulto, y se esfuerza por afirmar su personalidad en un entorno en el que no se siente escuchado ni entendido, por no hablar de la creciente fogosidad sexual que te humedece las madrugadas. Es tan placentero en tal situación entregarse a la tentación de la soledad y la misantropía. Y Spengler y Nietzsche hacen de esa tentación adolescente una gesta heroica.

Te hacen sentir miembro de una estirpe selecta, marcado, como Max Demian, el personaje de Hermann Hesse, por el estigma de Caín. Resulta muy romántica y cautivadora la sensación de ser uno un incomprendido por el rebaño de los mediocres; desde luego es bastante más gratificante que reconocer que lo que te sucede no se sale de las frustraciones corrientes de miles de adolescentes en todo el mundo.

Pero, si no te vuelas la tapa de los sesos o te dejas atropellar por un tren, después de la adolescencia irremediablemente creces, maduras, y te das cuenta de que ni tú eres tan extraordinario ni los que te rodean son tan cretinos; al contrario, son poco más o menos como tú o como yo, con padecimientos, anhelos y alegrías no muy distintos a los nuestros. Y si además de seguir viviendo mantienes el gusto por la lectura y dispones de tiempo para cultivar ese gusto y para ampliar levemente tus horizontes mentales, acabas advirtiendo tarde o temprano la trampa de los encantadores irracionalistas. Y puedes, si es que quieres, dejar de engañarte. No hay manera de determinar la excepcionalidad de un ser humano sobre ninguno de sus semejantes. No existen las aristocracias naturales; absolutamente todos los castillos ideológicos que a lo largo de la historia han intentado demostrar la realidad de diferencias de grado entre el espíritu de las personas, todas las teorías elitistas, sea vetusto o posmoderno su lenguaje, persiguen justificar viejos, muy viejos privilegios, incluidas aquellas que adoptan un estilo de sedicente rebeldía y que se declaran enemigas del capitalismo, no por lo que éste tiene de injusto, sino por añoranza de las odiosas jerarquías del Antiguo Régimen. Y la abrumadora erudición que a menudo han exhibido metafísicos irracionalistas, vitalistas o existencialistas de toda laya no es más que un disfraz del antiguo y decrépito oscurantismo.

Ahora bien, yo, por propia experiencia, puedo entender que la fragilidad de la adolescencia de la que todos hemos estado aquejados se vea seducida por discursos que parecen describir la personal angustia de cada quien. Y cuando me siento en un vagón del metro delante de un quinceañero que lee con ojos ávidos El Anticristo, la mayor parte de las veces pienso con simpatía que por lo menos alguna inquietud sacude su corazón. Ya el mero hecho de encontrar a alguien leyendo algo distinto de El Código Da Vinci me emociona.

Después de todo, me digo, también él crecerá.

martes, 23 de octubre de 2007

Un visón propio, de Truman Capote

Francisco Umpiérrez Sánchez (Rebelión)

(Aconsejo al lector que lea previamente este pequeño cuento de Truman Capote, accesible a través de la red, para que comprenda así mis reflexiones y pueda extraerle alguna utilidad)

...
Leer y estudiar
Que distinto es leer un cuento de Truman Capote y decir al final que nos gusta sin más, que estudiarlo y hacer cosas con él. Sólo el hecho de preguntarnos qué actividades teóricas podemos hacer con él, representa un paso muy importante en el camino de la profundidad. Pero sólo podemos saber qué actividades teóricas podemos hacer con él, cuando lo estudiamos una y otra vez.
Nada se muestra en todos sus detalles y plenitud con un solo vistazo. Hay que ver las cosas muchas veces para extraer de ellas todo o una buena parte de lo que llevan dentro. Hoy en el mundo se libra una gran batalla entre el pensamiento profundo y el pensamiento superficial. Y leer las cosas por encima y ver las cosas de pasada contribuyen al predominio del pensamiento superficial.

El lenguaje como representación
Sabemos que Capote nos cuenta una historia y utiliza el lenguaje como medio de representación. En esa historia hay dos protagonistas principales: Mrs. Munson y Vini Rondo. Debemos suponer que Capote tuvo conocimiento inmediato o por terceras personas de esa historia o de una historia parecida. Después representó por medio de palabras dicha historia. La primera tarea que debemos hacer es exponer de forma sucinta dicha historia. Tal vez al hacerlo nos venga a la cabeza alguna historia parecida de la que hayamos tenido conocimiento. De una manera u otra se trata de emplear el lenguaje para contar historias o como medio de representación.
Los científicos, al contrario que los escritores, utilizan el lenguaje para elaborar conceptos. En la elaboración de un concepto se trata de describir un objeto y destacar sus rasgos esenciales, mientras que en la elaboración de una representación se trata fundamentalmente de contar algo que le pasa a un objeto. No obstante, concepto y representación no constituyen mundos apartes, puesto que los conceptos se elaboran con percepciones y representaciones.

Lenguaje teórico y lenguaje literario
Como con el lenguaje teórico formulamos juicios y construimos razonamientos, lo normal es que en su entramado aparezcan ciertos conectores como “si, entonces”, “por lo tanto”, por un lado y por otro lado, y distintas otras formas de enlazar juicios. Nada de eso debe aparecer en el lenguaje literario, sencillamente porque lo afearía. Mientras que en el campo de la teoría debemos remarcar el paso de unos juicios a otros, en el campo literario debemos suavizar el tránsito de una oración a otra.
En el lenguaje teórico debemos ser lo más preciso posible y lo más explícito que podamos, mientras que en el lenguaje literario no es obligado ser preciso y no es nada conveniente ser muy explícito. En el lenguaje literario la imaginación del lector es fundamental; no tenemos que detallarlo todo para que el lector se haga con una idea de lo que está pasando. Mientras que en el lenguaje teórico entre menos libertad le concedamos a la imaginación del lector, más asegurado tendremos la representación rigurosa de los hechos.

Resumen de la historia
La historia trata de una mujer que espera en su casa la visita de una vieja amiga, por la cual sentía una gran admiración. Decía de ella que era una mujer de talento, entendida en el arte y con dinero. Estaba emocionadísima con su visita. Pero cuando la vio plantada en el umbral de su casa se decepcionó. Su aspecto actual nada tenía que ver con el que ella había conocido hacía cinco años atrás. Después, una vez que estuvieron sentadas en el cuarto de estar, tras observar que no llevaba joyas en las manos, comprendió que a su amiga las cosas no le iban bien.
Vini Rondo, así se llamaba su amiga, la visitaba, no para verla y revivir la supuesta amistad que había entre ellas, sino para venderle un precioso abrigo de visón, por el cual la anfitriona había sentido una gran admiración en el pasado. Mrs. Munson, así se llamaba la anfitriona, decidió pagarle cuatrocientos dólares aunque su amiga pretendía que le pagase mil. Una vez le hubo extendido el cheque, entre ellas no hubo más cruce de palabras. De hecho Vini Rondo ni antes ni después de la venta del visón mostró interés por conversar ni por establecer ninguna clase de lazos. De hecho rechazó la invitación de un jerez y de un scotch que le hizo la anfitriona. La visita, una vez cumplido el cometido de la venta, tenía prisa por irse y así lo hizo.
Cuando Mrs. Munson le dio un pequeño tirón al abrigo, después de haberlo colgado en el ropero, escuchó horrorizada la rasgadura. Supo que el visón entero estaba podrido. Sintió una rabiosa decepción. Su amiga la había timado y sabía que no volvería a verla nunca más. Comprendió ahora el sentido de su frialdad y de sus prisas. (He escrito “rabiosa decepción”, pero Capote escribió algo distinto: “desolación rabiosa”. Y sentirse decepcionado no es lo mismo que sentirse desolado. Lo señalo para que sepan valorar la importancia de los matices y cómo a veces cambiamos ciertas palabras sin darnos cuenta y modificamos así la representación de los hechos narrados)

Representación visual y representación lingüística
Supongamos que alguien nos visiona sobre una pantalla la historia que nos cuenta Capote con lenguaje mudo. Nuestra tarea sería describir lo que vemos por medio del lenguaje. Comprobaríamos así, por vía de comparación, el arte del que dispone Capote para dicha descripción. Nosotros podemos ver a Mrs. Munson delante del espejo arreglándose. Y ese arreglo supone hacer muchas cosas y adoptar muchas posturas. Supone muchas pequeñas escenas o una serie enorme de momentos. Capote selecciona una y la expresa así: “Mrs. Munson terminó de retorcer una rosa de lino en su pelo de color caoba y retrocedió unos pasos desde el espejo para apreciar el efecto”. Fíjense en los detalles representados: retroceder unos pasos, hacerlo desde el espejo y hacerlo para ver un determinado efecto. Fíjense que he escrito “para ver el efecto”, pero Capote escribió “para apreciar el efecto”. Y en el matiz está también el arte. Nosotros podíamos haber escrito: “Mrs. Munson terminó de retocarse ante el espejo” o “Mrs. Munson se colocaba con picardía una rosa de lino en el pelo”. También pudimos haber dicho: “Mrs. Munson se puso un vestido verde muy ajustado y delante del espejo se miró apreciando que estaba un poco gorda”. Lo que observamos es que un mismo hecho puede ser expresado de muy diversas formas, atendiendo a distintos aspectos y momentos. Pero el arte está tanto en seleccionar la escena más bella como en expresarla con belleza. Ese es el arte de Capote.
El otro día hablaba con mi cónyuge de este mismo tema. Y le dije que había una expresión de Capote que me gustaba mucho: “Mrs. Munson recorrió las caderas con sus manos”. Después rectifiqué y dije que Capote no lo decía así, sino de este otro modo: “Mrs. Munson recorrió sus caderas con las manos”. Pero al día siguiente, cuando de nuevo leí el cuento, vi que tampoco lo decía de ese modo sino de este otro: “Después se recorrió las caderas con las manos”. Se evitaba así el pronombre posesivo “su” y se sustituía por el pronombre personal “se”. Sólo cuando nos percatamos de este tipo de detalles, sólo cuando los tenemos en cuenta, podemos decir que atendemos al material de expresión. Y atender al material de expresión es fundamental en el arte.
Cuando hablamos no estamos pendiente del lenguaje, sino de aquello de lo que hablamos por medio del lenguaje. Pero en el arte es fundamental prestar atención al material de expresión. También es importante, por supuesto, aquello de lo que hablamos; y hay que tener alma de artista para captar el arte que hay en las escenas del mundo o tener la capacidad de ver qué escenas del mundo tienen la posibilidad de transformarse en arte.

La psicología de los personajes
Creo que Capote estaba muy acostumbrado a convivir con personajes del tipo de Mrs. Munson y de Vini Rondo. También nosotros convivimos con determinadas personas que tienen similares pautas de comportamiento y formas de pensar. Debemos hablar pues de arquetipos.
No sabemos lo que hay de verdad en lo que decía Mrs Munson sobre Vini Rondo. No sabemos si en verdad era una mujer de talento, si entendía de arte y si tenía tanto dinero como decía. Sólo sabemos que Vini Rondo fascinaba a Mrs. Munson. También sabemos que Mrs. Munson admiraba la apariencia de Vini Rondo: en especial su visón. Admiraba la riqueza y la apariencia de riqueza. Y hablaba de su amiga cuando ésta estuvo en Paris durante la gran guerra, como dice Capote, como si fuera una lección de historia.
Después vimos que Vini Rondo se había convertido en una timadora. Y vimos también que entre ellas no había amistad ni cosa que se le pareciera. Eran ambas personas superficiales y mantuvieron una relación superficial. Aunque detrás de esa superficialidad Vini Rondo escondía una oscura maldad, de la que la incauta Mrs. Munson no se apercibió.
De Mrs. Munson podemos decir que era una persona buena e incauta, mientras que Vini Rondo se había vuelto tan dura que no dudó en timar a quien supuestamente apreciaba y era una amiga querida. Seguro que estaba muy necesitada y muy desesperada.

Las señales, el reconocimiento y el cambio de suerte
Cuando Mrs. Munson abrió la puerta, no reconoció a la mujer que tenía delante como Vini Rondo. No llevaba aquel peinado tan chic recogido en un moño de antaño…, por el contrario, lo llevaba lacio y parecía desgreñado. Además, llevaba un vestido estampado en enero. Estas señales fueron las que impidieron a Mrs Munson identificar rápidamente a su amiga y las que le provocaron una gran decepción.
Mrs. Munson procuró que su tono no delatase decepción cuando le dijo: “Vini, querida, te habría reconocido en cualquier parte”. Aquí el tono se convierte en una señal que trata de evitar la decepción. Porque lo cierto era lo contrario. Si no la había reconocido teniéndola delante, mucho menos la hubiera reconocido al verla en la calle y a lo lejos. Tal vez ni hubiera reparado en ella.
Las señales de que la suerte de Vini Rondo había cambiado, que ya no era lo que fue, lo expresa Capote cuando dice: “Mrs. Munson observó cómo Vini separaba el papel de seda dentro de la caja, vio el esmalte mellado de sus uñas, vio que no llevaba joyas en los dedos”. Anteriormente hubo otras señales: “Vini sonrió y Mrs Munson advirtió lo irregulares que tenía los dientes y decidió que no les vendría mal un buen cepillado”.

Enlaces de aspectos o unidad de aspectos
Al principio vemos a Mrs. Munson retorcerse una rosa de lino en su pelo, y al final, cuando dice “¡Oh, Dios mío!, me han timado como una incauta”, se agarra dicha rosa con la mano.
Al principio vimos que a Mrs Munson le enfadaba muchísimo que por las ventanas le entraran los gritos del patio de recreo de la escuela situada al otro lado de la calle, y casi llegado al final, cuando Vini Rondo le ofrecía en venta el visón anunciándole que le había costado mil dólares, agradeció por primera vez oír esos gritos. Le ofrecía algo que aliviaba la intensidad de los sentimientos que tenía en ese momento. En verdad que deseaba el visón, pero el precio era inasequible, y todo esto lo vivía con intensidad.

Una escena que me gustó
En ese cuento hay muchas escenas muy bellas y otras muy interesantes. De algunas ya he hablado aunque por otros motivos. Ahora les hablaré de una en especial. Mrs. Munson se decepcionó cuando vio el aspecto que tenía Vino Rondo. Y se sintió incómoda cuando rechazó el jerez y el scotch que le ofreció. Y en ese momento, cuando no sabes qué decir ni qué hacer, Capote escribió: “El reloj con forma de estatuilla encima de la falsa repisa de chimenea sonaba débilmente. Hasta entonces no había notado lo fuerte que podía sonar”. Resulta que por causa de una determinada vivencia psicológica, por vivir con tensión e incomodidad una determinada relación social, algo que suena débilmente, del cual por costumbre casi ni lo oyes, lo oyes ahora sonar con fuerza.

El aspecto físico de los personajes
En el campo de la ciencia es necesario definir con el mayor número de rasgos posibles el objeto que se somete a investigación. Y estos rasgos afectan tanto a la apariencia del objeto como a su esencia. Mientras que en el campo de la literatura no es necesario definir la totalidad de los rasgos de los personajes principales de la historia, basta en ocasiones con muy pocos. Así en el cuento narrado por Capote los rasgos físicos de Mrs Munson destacados por el escritor son poquísimos: pelo de color caoba y mujer más gorda que hace cinco años. Y los destacados en Vini Rondo son también muy pocos: pelo largo y desgreñado, ojos grises, y dientes irregulares y sucios. Podemos comprobar así que es el lector con su imaginación quien debe representarse la apariencia de los personajes y no esperar que sea elaborado por el escritor. También podemos concluir que lo esencial en la narración está en lo que hacen los personajes y no en el aspecto físico de los mismos.

Actitudes o comportamientos psicológicos de los personajes
De Mrs Munson podemos decir lo siguiente: miraba con desdén a su reflejo en el espejo, estaba emocionada y sentía un aleteo en el estómago sabiendo que su amiga Vini Rondo venía a visitarla, se quedó azorada cuando su amiga le dijo que estaba un poco más gorda, y sintió una desolación rabiosa cuando supo que el abrigo de visón que había comprado estaba totalmente podrido. Mientras que de Vini Rondo podemos decir muy poco: se ruborizó cuando le hizo manifiesto a Mrs. Munson que venía a venderle el visón, habló con voz suave y fatigada cuando le comentó a la anfitriona que el visón le había costado mil dólares, y en su cara pálida había dureza.

El abrigo de visón
Las personas pueden estar unidas por muchas razones y por medio de muchas cosas. Todo hace pensar que el abrigo de visón era una cosa que había unido mucho en el pasado a Vini y a Bertha. Vini por poseerlo y lucirlo, y Bertha por admirarlo y desearlo. Por eso cuando Vini decidió en deshacerse del visón, pensó al instante en Bertha. Y cuando Bertha se probó el visón quedó atrapada en una nube; estaba tan admirada y contenta que dijo: “¡Imagina a Bertha con un visón propio!”. Era una vieja aspiración. Y cuando creyó que su sueño se había realizado, comprobó que había sido timada.

La importancia de las apariencias
La apariencia forma parte de la realidad o es una parte de la realidad. Así que no podemos negar su importancia ni su valor. A todos nos importa la apariencia que tenemos y la impresión que damos a los demás. Hay personas que quieren aparentar lo que no son. Bertha Munson tenía ese problema: creía que con un visón era más que sin él. Y en un mundo banal y superficial, para personas banales y superficiales, seguro que es así.
También sucede que hay personas que quieren aparentar lo que son o fueron. Así era Vini Rondo. Quería lucir y mostrar que era una persona de dinero y que podía permitirse ciertos lujos. Pero se empobreció y por razones que ignoramos. Pero así y todo quería seguir aparentando lo que no era. Circunstancia que se puso de manifiesto cuando dijo a Bertha que para qué demonios necesitaba el abrigo de visón cuando tenía un maravilloso abrigo de marta cibelina y una chaqueta de zorro plateado. Así que muchas personas son víctimas de las apariencias: unas, porque querer aparentar lo que no son, y otras, por querer poner de manifiesto constantemente lo que son.

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"El corazón de las tinieblas" de Joseph Conrad

El eterno retorno al corazón humano
Ramón Pedregal Casanova (Rebelión)

Hace 150 años que Joseph Conrad nació, y en el 2008 harán 110 años que escribió “El corazón de las tinieblas”, una novela corta que marcó a la literatura para siempre, una novela corta que se lee y se estudia con todo respeto y emoción desde entonces.

Con solo un viaje al interior selvático del corazón, volveremos de allí diciendo “¡Horror!”. Es tanto lo que nos desconocemos.
Conrad, en “El corazón de las tinieblas”, pone a Marlow, el narrador, gobernando un barco necesitado continuamente de reparaciones, que remonta el curso de un río en la selva, contra corriente, hacia el interior, en busca de Kurtz para llevarlo de vuelta a la civilización. En el barco viaja gente difícil de compaginar, desde el más salvaje, tribal y primitivo, hasta el que se atribuye el título de civilizado. Marlow sobrelleva la extremada convivencia y se impone en los conflictos manteniéndose a cierta distancia de unos y otros. Sabe que aquella amalgama de caracteres es el fruto de su vida. Viajando con ellos podrá ver algo de lo oculto en el ser humano, pero habrá situaciones a las que pondrá límite. Es el indicio de que no va a traspasar la barrera entre la civilización y la barbarie, entre lo que nos han enseñado y lo que somos, algo que Kurtz, aquél al que va a buscar, ya había hecho. Marlow había oído hablar tanto y de manera tan emblemática de Kurtz que lo admiraba, y bajo esa impresión se dispuso a sacarlo de la selva. Viajaba con el encargo de una empresa dedicada a la explotación del marfil, de hacer lo que fuese necesario para devolver a su empleado Kurtz a Inglaterra. En la ciudad, en el mundo moderno, la prometida de Kurtz esperaba su llegada, y le esperaba para formar una familia típicamente burguesa. Kurtz debía rendir cuentas ante la sociedad que le había educado: cumplir con la empresa y formar una familia. La sociedad que le envió, la empresa que le envió, no había contado con que vivir en la selva es vivir en lo desconocido, es vivir en lo que ha ella, a la sociedad-la empresa, le da miedo. A Marlow le han inculcado la idea de volver siempre, debe volver, la sociedad le dice que solo puede, podemos, vivir entre multitudes cumplidoras de lo establecido por medio de normas estrictas. Nosotros, según Conrad, no tenemos pensamiento propio.
Si Marlow debía cumplir su misión, recuperar al otro, sacarlo de lo extraño, arrancarlo del corazón de las tinieblas, Kurtz va a morir antes de ser devuelto a la sociedad dejando ver a su rescatador lo que éste no había visto antes, lo que le dejará trastocado para el resto de su vida. De vuelta a Inglaterra, a Marlow le queda algo más por cumplir, él, que como consecuencia de todo esto se ha empezado a conocer, debe contar a la novia de Kurtz lo sucedido, pero qué va a explicar, qué puede contar de lo que ha visto en lo más hondo del corazón humano a la prometida de Kurtz: que va a contar a quien vive fuera del conocimiento, a quien espera la llegada de su caballero elevado a la quinta esencia “civilizadora”. Marlow miente y trata de reconfortarla, emplea las formulas sociales que el sistema distribuye entre las multitudes para estos casos, es lo que ella espera de su visita. A él le queda aquel roce de lo selvático, aquello que para poder ser entendido se necesita otra conciencia, ha vuelto a su mundo, pero no lo ha hecho en las mismas condiciones en las que se encontraba al principio; Conrad parece hablarnos de la ley del eterno retorno.

Conrad reserva a las mujeres ciertos papeles en la novela. Observemos:

ELLAS BUSCAN ACUERDOS.
__________________________

La tía de Marlow negocia con los dueños de la empresa que tiene delegados en El Congo para que le den una misión a su sobrino, por eso Marlow puede viajar. Los dueños le dan esa oportunidad de vivir, y como toda vida que se precie se completará cuando pase su infierno. Viaje como la Odisea, de Homero, La Eneida, de Virgilio, La Divina Comedia, de Dante, Don Quijote, de Cervantes.
Río arriba, habiendo llegado Marlow a un punto establecido por la Compañía como lugar de almacenaje de marfil, tiene una experiencia, que le conmocionará, con una mujer y un hombre nativos sirviendo a los blancos. Llegan miembros de otra tribu y crean una atmósfera de amenaza, vienen de lo extraño, y cuando el peligro se hace realidad, la mujer nativa interviene resolviendo el conflicto.

ELLAS AMAN COMPROMETIDAMENTE.
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La mujer con la que vivía Kurtz en la selva, cuando ve cómo los blancos recién llegados se llevan a aquel hombre al que ama, grita de una forma desgarradora, estremeciendo a todos y a la misma selva que los rodea. Le secuestran al hombre íntegro. El sufrimiento que le causan puede llevarla a la muerte.
Por otra parte Kurtz dejó una mujer en el mundo civilizado con la que estaba prometido. Marlow, a su vuelta, va a visitarla para comunicarle la muerte de Kurtz. Siente la obligación de decirle cómo ha vivido aquél y cómo sus últimas palabras no han sido para ella. Lo último que dijo fue “¡Horror!”, ¿por lo que vio que ardía en el corazón humano?, ¿en el corazón de las tinieblas? Ella es una mujer que se quedó en el mundo civilizado y piensa que se debe al que se fue.

LAS PARCAS.
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No se puede dejar de mencionar a las dos mujeres, una joven y otra vieja, que están en la recepción de la compañía naviera a la que Marlow va a firmar su contrato. La joven hacía pasar a las oficinas de la compañía a los infelices que llegaban, mientras que la otra, vieja, los miraba con placidez rápida e indiferente, con despreocupada sabiduría: “Parecía saberlo todo”, nos dice el narrador. Las dos, según Marlow, tejían con lana negra y “parecían guardar la puerta de las Tinieblas.”
La posición de las mujeres recuerda a las tres parcas, las tres deidades mitológicas hermanas que operaban sobre la vida de los seres humanos, Cloto, Láquesis y Átropos. Cloto, la primera, creaba el hilo de la vida, Láquesis, la segunda, lo enrollaba todo lo largo que era, y Átropos, la tercera, lo cortaba, acababa con la vida. Conrad era un amante de la mitología griega. La primera, Cloto, da inicio a la vida, al viaje de Marlow, es su tía que le busca el trabajo. La segunda, Láquesis, la que le permite que siga el curso de la vida a través de la aventura emprendida, es la joven que le da entrada en la Compañía. Y la tercera, Átropos, que corta la vida, es esa vieja que teje con lana negra y en su mirada indiferente muestra su saber complejo.

UNA REFLEXIÓN PESIMISTA DE CONRAD.
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Marlow, tras una conversación con su tía, dirá: “Es curioso lo lejos de la realidad que están las mujeres. Viven en un mundo propio, nunca ha habido nada parecido ni nunca lo podrá haber. Es demasiado bonito y, si lo fueran a construir se vendría abajo antes de la primera puesta de sol. Algún hecho maldito con el que los hombres hemos vivido resignados desde el día de la creación se alzaría y lo echaría todo por tierra.”

Se ha tratado de explicar el contenido de la novela como una lucha entre el bien y el mal, se ha dicho también que Conrad denunciaba la colonización europea de África, se ha hablado de su exposición como un largo monólogo, en cualquier caso creo que hay algunos otros aspectos y que he tratado de considerar aquí.

Más allá de esto último, leyendo a Conrad volvemos a los mitos, al paganismo, a lo primigenio, al corazón de las tinieblas.

Título: El corazón de las tinieblas.
Autor: Joseph Conrad.
Editoriales: Alianza y Punto de Lectura.



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lunes, 22 de octubre de 2007

ver qué pasa, con algo bonito

un bosque moreno, me tira los tejos



y tira los abedules

y los chopos

y se carga los olmos,

(pasea de pasmoso paso...),

...con ese aire viajero,

y seca las hojas, como las palabras... tumbas olvidadas (fuera del cementerio, el frío y el centeno)...,

me dibuja inscripciones en los pinos, en los cerros...,

y partimos hacia el norte , echándole una mirada al campo, a la voz de un mirlo, a los helechos que sueltan cascabeles que se pegan en las rodillas,

a las risas que murmuran en los ríos, a los grillos...

me alcanza vistiendo de otoño,

viniendo de lejos,

me trae un collar de poniente marino,

azul,

salado,

un beso...

Tertulia Literaria

Nuestra primera Tertulia Literaria tendrá lugar el viérnes, 26 de octubre a las 19h en la Biblioteca Municipal. Vamos a leer y comentar el libro "El lector" de Bernhard Schlink. El libro se puede prestar en la biblioteca.

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sábado, 20 de octubre de 2007

Premio Nacional de Ensayo

Un libro sobre fortuna y política gana el Nacional de Ensayo

J. A. ROJO - El País-Madrid - 20/10/2007

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Aunque se pongan en marcha las más sofisticadas estrategias racionales para enfrentarse a la mala suerte, el azar siempre termina por irrumpir y poner las cosas patas arriba. Por eso José María González García (Murcia, 1950), doctor en Ciencias Políticas y Sociología, eligió este resbaladizo tema para tratarlo en La diosa Fortuna. Metamorfosis de una metáfora política (Antonio Machado Editores), con el que ganó ayer el Premio Nacional de Ensayo. "En la obra de Maquiavelo ya hay una presencia determinante de la diosa Fortuna", explicó ayer el autor desde Cambridge, adonde llegó en julio para impartir clases, "y desde entonces ha estado presente, con más o menos fuerza, en la política. Mi objetivo fue analizar la fortuna en las relaciones entre historia del arte (e iconografía), teoría política y literatura y tratarla, por tanto, como imagen, como concepto y como desarrollo argumental".

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José María González ha dado clases en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, de cuyo Instituto de Filosofía ha sido director. Ha publicado anteriormente La máquina burocrática. Afinidades entre Weber y Kafka (Visor); Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en la obra de Max Weber (Tecnos) y Metáforas del poder (Alianza), amén de un volumen colectivo (con Emilio Lamo de Espinosa y Cristóbal Torres) sobre sociología del conocimiento, publicado también en Alianza. "Me interesan los textos híbridos, que mezclan disciplinas distintas. Me gusta abordar lo que está en los intersticios entre diferentes formas de conocimiento", explica José María González García.
La suerte en el siglo XX

La primera parte de La diosa Fortuna está centrada en el Renacimiento y el barroco. "Durante el siglo XVIII, en plena Ilustración, la suerte pasa a segundo término y lo mismo le ocurre en el XIX, donde reina la idea de progreso", dice González García. Pero el concepto vuelve con fuerza a finales de esa centuria y durante los siguientes 100 años. Así que la segunda parte del libro aborda desde cuatro perspectivas la influencia del azar en el siglo XX, y revela su relación con el amor y la tragedia, la justicia (en diálogo con Elster y Rawls), la sociedad de riesgo (a propósito de Ulrich Beck y una serie de sociólogos españoles) y los campos de concentración. "En los libros de Primo Levi, Imre Kertész o Jorge Semprún se ve cómo la suerte es esencial para sobrevivir en aquellos lugares concebidos exclusivamente para la destrucción".

El Premio Nacional de Ensayo, que concede el Ministerio de Cultura, está dotado con 15.000 euros. El jurado que concedió el galardón a La diosa Fortuna como mejor título en este género publicado en 2006 estuvo compuesto por el director general del Libro, Rogelio Blanco, como presidente, y por Antonio Fernández Alba, Lourdes Otaegi, Josep M. Terricabras, Ramón Villares, Clara Sánchez, Juan Manuel González, Esperanza Guisán, Mercedes Gómez Bles, Jordi Gracia, Fernando Ainsa y Celia Amorós, galardonada en la edición anterior.