martes, 30 de octubre de 2007

Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-2

Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-2

Pero ni Nietzsche era un adolescente cuando escribió sus obras decisivas, ni tampoco lo era Spengler cuando compuso La decadencia de Occidente. Y mucho menos lo era cuando perpetró ese otro libro no menor en su obra total que se tituló Años decisivos. Es curiosa la interpretació n que de este panfleto fascista suelen ofrecer en la actualidad los militantes de la fanática secta spengleriana. Produce náuseas leer la afirmación de que se trata de un libro crítico con el nazismo. Aunque quizá esto no sea del todo incierto. En efecto, Spengler reprocha a Hitler que en alguna medida se dejase llevar por trasnochados prejuicios democráticos y no fuese aún más implacable y de una pureza sin fisuras en la imposición de la autoridad. Y comienza la introducción redactada en 1933 proclamando paladinamente su más hondo desprecio por la «sucia revolución de 1918», a la que califica de «traición infligida por la parte inferior de nuestro pueblo», y que en su opinión no se aplastó de forma suficientemente sangrienta. Si Spengler no pudo ser finalmente reclutado para el partido nazi por Goebbels, gran admirador suyo, fue porque Spengler era mucho más salvaje que el mismísimo Hitler. Es triste, pero hasta ese extremo de abyección puede alcanzar la naturaleza humana.

Tanto Nietzsche como Spengler -este último de forma mucho más sistemática- eligieron certeramente el enemigo y taimadamente las palabras, cosa que no oculta, a poco que uno profundice, el aparente desdén por las gastadas tradiciones. El objetivo es siempre el mismo: la razón, la Ilustración, la Revolución francesa y cuanto en torno a ella nace. Ni más ni menos que el mismo adversario que la reacción europea que vio tambalearse sus ancestrales privilegios en 1789. Tanto da que se invoque el derecho divino o que se inventen vacías abstracciones como la virtú, el superhombre, el alma fáustica o el espíritu dionisiaco.

A Nietzsche, a Spengler y a la Santa Alianza les aterraba el mismo mal.

Resulta que los ilustrados, y no sólo los franceses (Adam Smith fue por ejemplo un digno representante de la Ilustración escocesa, a pesar de que su pensamiento haya sido obscenamente tergiversado por marginalistas y neoliberales, y a él se refería Marx siempre con profundo respeto, cosa que muchos que se consideran marxistas acostumbran a ignorar), los ilustrados de toda Europa, digo, llegaron a dos conclusiones sencillas pero extraordinarias para su tiempo. Por una parte, la constatación elemental, sugerida por el oscuro pero imaginativo pensador napolitano Giambattista Vico en sus Principios de ciencia nueva, de que la historia es la obra de los seres humanos, de lo que puede inferirse que los propios seres humanos albergan en sus manos la capacidad de cambiarla. Por otro lado, la firme convicción de que todas las personas han sido dotadas por igual de razón y pueden hacer uso de la razón para organizar la sociedad de una manera más justa. En ese empeño es esencial el conocimiento y, tanto como el conocimiento en sí, su difusión sin cortapisas. Aquí residía el motivo fundamental del titánico esfuerzo que los enciclopedistas llevaron a cabo por reunir el conjunto de conocimientos acumulados por la humanidad hasta su época, ordenarlo y exponerlo de la forma más sencilla y comprensible por el pueblo. La Enciclopedia es una de las obras más hermosas y generosas de la historia. Y el odio que por esta obra abrigaron los defensores del Antiguo Régimen, tal vez sólo superado por Nietzsche y sus epígonos, es fácilmente explicable. Se estaba proclamando nada menos que nadie había sido distinguido por Dios ni por la naturaleza para elevarse por encima del resto de los mortales y que tampoco existían verdades esotéricas reservadas a sumos sacerdotes o reyes; todos disponían de razón y todos estaban naturalmente facultados para acceder al conocimiento.

Los herederos decimonónicos del espíritu de la Ilustración de diferentes corrientes y lugares, y entre ellos Marx -porque la Ilustración y el racionalismo constituyen el cimiento principal de la formación de Marx, tal vez no sea ocioso recordarlo- desvelaron el fondo de ingenuidad de que adolecían muchas de las formulaciones de los ilustrados. La mera universalizació n del conocimiento no impulsa a la ciudadanía a reformar ni mucho menos a transformar la sociedad; existen clases sociales, intereses contrapuestos, existe una realidad material que condiciona la evolución y el cambio de las colectividades humanas. No se puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, pero tampoco el destino está escrito en ningún sitio y solamente condena a quien nada hace por evitarlo. De manera que, salvando sus ingenuidades, el tronco primigenio del racionalismo fue y continúa siendo el acicate fundamental para cualquier afán y lucha emancipadora en el mundo. La razón es lo que ningún poderoso puede arrebatarte, el primer arma de defensa ante la injusticia, el fondo de la libertad de cualquier ser humano. Y además ésta es una convicción que no depende de ninguna particularidad cultural; se predica de la totalidad de la especie, sea cual sea su cultura, su nación o su fe religiosa o falta de ella.

Pues bien, quien examine con un poco de cuidado las torrenciales páginas de La decadencia de Occidente, y no se deje trastornar por la retórica ni por la opulenta y sofisticada exhibición de generalizaciones históricas, hallará el plan básico de la obra, que no es otro que derribar paso a paso los pilares de la Ilustración, justamente aquellos que mayor riesgo suponen para el poder, para los privilegios y las injusticias sociales. Citaré sólo algunos ejes de la trama: a) Se niega la universalidad de todo conocimiento científico. No hay una física, ni siquiera unas solas matemáticas, se dice a la postre, sino tantas matemáticas y tantas físicas como culturas existen sobre la faz de la tierra. Los argumentos de Spengler fueron después repetidos sin grandes variaciones por el gran impostor intelectual Feyerabend, quien sólo fue original en las bufonadas pretendidamente sarcásticas que se le ocurrían.

Se narra una historia imaginaria de luchas irreconciliables entre la geometría euclidiana y la no euclidiana o entre la física cuántica y las investigaciones de Newton para acabar sentenciando que no hay criterio de verdad alguno en la ciencia que mantenga la menor fiabilidad, con lo que, en el fondo, no hay gran diferencia apreciable entre los postulados de la física nuclear y las creencias de un chamán. No hay más que diferentes perspectivas o sedimentos culturales o «visiones del cosmos», ninguna de ellas preferible a las otras. La consecuencia salta a la vista. El oscurantismo medieval y las supersticiones que han sido utilizadas para legitimar seculares privilegios no son más que una perspectiva alternativa, tan respetable como otras. El creacionismo es una teoría más, que ha de ser tomada en pie de igualdad con la teoría de la evolución de Darwin.

Y la cosa suele adornarse con una jesuítica denuncia de la «tiranía del racionalismo científico» que desde finales del siglo XVIII oprime cruelmente a cualquier «otra forma de saber». Por supuesto, se pasa por alto la diferencia esencial entre el racionalismo científico y esas otras formas de saber cuyos derechos se reclaman. Que el primero puede ser impugnado por cualquiera que adquiera las herramientas de conocimiento necesarias y que las otras dependen de sentimientos o creencias que nadie tiene la opción de rebatir.

b) En la medida en que se desdeña como tiranía de los nuevos tiempos la razón, no existe ningún terreno en el que dialogar con el autor que no pase por el acuerdo absoluto con cuanto afirma. En el prólogo a la segunda edición alemana de la obra, Spengler realiza una declaración que sólo puede sorprender a quienes no estamos imbuidos, para nuestra desgracia, de su inspiración sobrenatural: «En la Introducción a la edición de 1918 -afirma- hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido». La cosa está meridianamente clara. No es posible el desacuerdo con Spengler; quien no comparta sus puntos de vista es que no le ha comprendido, sin disputa. Jamás me explicaré cuál es el motivo por el que este tipo de muestras de arrogancia pueril, de las que están llenos hasta el hartazgo todos los libros de Spengler y de Nietzsche, no hayan hecho mella en sus fieles seguidores.

Pero es que, además, cuando Spengler habla de comprender no está pensando en una comprensión racional posible para cualquiera que se esfuerce en ello. Se refiere a un sentimiento, una vivencia (las expresiones empleadas son muchas, a cuál más altisonante: «experiencia de la vida», visión o perspectiva «poética» o «fisiognómica», entre otras). Esa vivencia que permite comprender la nueva «morfología» de la historia universal se tiene o no se tiene, y está al alcance en cualquier caso de una ínfima minoría.

Quien no pertenezca a esa minoría hará bien en no molestarse en abrir el libro siquiera, porque carece de la condición biológica indispensable para penetrar en la mente del autor. También Nietzsche había proclamado que sólo admitía como lectores suyos a unos pocos, los únicos capaces de entenderle, quienes, desde lo alto de las montañas, puedan contemplar, muy abajo, a la chusma. Y, notable coincidencia, Hitler en el principio del Mein Kampf advertía que éste no estaba escrito para los extraños sino para los adherentes de corazón al movimiento. No hay, pues, posibilidad alguna de diálogo con el pensamiento irracionalista -valga la paradoja de términos-, porque el irracionalismo exige la adhesión antes de empezar a dialogar, en el mejor de los casos, cuando no el reconocimiento de la pertenencia a una elite natural cuyos felices componentes seleccionan, por supuesto, los propios irracionalistas. Spengler llega a asegurar que, a diferencia del científico, el historiador nace, no se hace. Y entiéndase que la historia, o morfología de la historia, que Spengler aspira a edificar no es un relato del pasado (él censura con displicencia la historiografí a concebida como relato de hechos pretéritos), sino la predicción del futuro.

Percatarse del significado de este punto de vista hace comprensible la ira con la que los devotos de Zaratustra tienen a bien responder siempre a sus críticos. Ellos no rebaten propiamente argumentos; reaccionan ante quien osa enmendar la plana a almas superiores cuya excelsitud se halla muy por encima del insignificante y mezquino cerebro del crítico. Y no estoy caricaturizando. De otra manera, parecería tan absurda como cómica la exagerada susceptibilidad de quienes exigen un conocimiento perfecto de la obra de Nietzsche para opinar sobre ella -para criticarla, se entiende, porque el conocimiento de Nietzsche de muchos de sus adictos deja bastante que desear-, mientras se encuentra aceptable que el maestro llamara a Schiller el trompetero moral de Säckingen, o motejara de hiena a Dante, o se riese de Kant, o tildara de loco a Víctor Hugo y de vaca lechera a George Sand, o, faltaría más, considerase a Zola un mentecato hediondo y a Sócrates un plebeyo, deforme y criminal, entre otras lindezas (lo que escribió acerca de Rousseau mejor lo omitimos para no ofender la sensibilidad del público impresionable) . El maestro podía arremeter contra Darwin en La voluntad de poderío aunque no entendiera ni una palabra de la teoría de la evolución. En fin, que no era rasgo de su temperamento la sutileza al analizar el pensamiento de otros. Y ese escandaloso contraste entre la ignorancia autocomplaciente acerca de los puntos de vista de quienes disienten y la exigencia de reverencia religiosa por el propio cabe sólo en quien se arroga una superioridad congénita que no precisa de explicaciones.

Un caso célebre es la ferocidad con la que siempre han tratado los epígonos del maestro la obra El asalto a la razón, del filósofo marxista Georg Lukács. Es una opinión extendida incluso entre marxistas en la actualidad que Lukács trató con excesiva ligereza y superficialidad a los fundadores del irracionalismo, a autores como el mismo Nietzsche, Schopenhauer o Kierkegaard. Pero, salvo esa acusación general, que los seguidores del irracionalismo suelen adornar con algún que otro insulto y una tonelada de prejuicios, nunca he leído argumentos de verdad convincentes para desarmar el muy sólido trabajo de desenmascaramiento del marxista húngaro. No es mi propósito ahora hacer una reivindicació n del ensayo de Lukács, si bien creo que merecería la pena rescatar del olvido un esfuerzo de crítica injustamente menospreciado. Pero nadie puede negar que por lo menos se tomó la molestia de estudiar las obras de los filósofos que criticaba, y eso no se puede decir de ninguna de las diatribas al uso de los irracionalistas contra el marxismo. Se puede dudar seriamente de que Nietzsche leyera una sola página de Marx y Engels, a pesar de lo cual opinaba con sobrada autoridad acerca del marxismo, el socialismo y el movimiento obrero. Es la ventaja que ofrece, imagino, estar dotado de percepción extra sensorial.

Si el brutal sectarismo de Nietzsche y Spengler fuese fruto de simple egolatría seguramente no habrían tenido sus textos ni la mitad del predicamento que han alcanzado. Pero el desprecio no es abstracto. Ambos lo profesan hacia partes de la sociedad muy concretas. Ambos abominan, no casualmente, de la emergencia del pueblo llano a la acción política a raíz de la Revolución francesa. Aunque nieguen la identificació n de las estirpes superiores -llámenlas como las llamen- con la aristocracia real desalojada del poder por el movimiento revolucionario, es éste el fin último de sus dardos y el merecedor de su odio mayor. El pueblo llano, la parte inferior de la sociedad, debe ser sometido y conformarse con la esclavitud a la que tiene derecho a condenarlo la aristocracia, naturalmente superior. Y la razón de nada sirve, porque el rebaño sencillamente es incapaz de entender.

Éste es el verdadero meollo del asunto; el resto es hojarasca, a veces sutil y hasta genial, pero hojarasca. No es preciso aclarar a qué intereses sirve teoría con semejante espinazo.

c) El extremado relativismo cultural de Spengler al que me refería en el punto primero se coordina con un determinismo absoluto; la palabra sino se repite una y otra vez como un obsesivo mantra. Para Spengler las diferentes culturas han de ser vistas como organismos que atraviesan un ciclo vital siempre repetido y predecible de nacimiento, crecimiento, maduración, declinación y muerte. No hay posibilidad de resistirse, el destino es inexorable. Y tampoco parece haber mestizaje alguno entre culturas, ni en el tiempo ni en el espacio. Spengler no niega de forma terminante las relaciones entre las culturas, incluso les dedica un capítulo en el segundo tomo de su obra, pero sí que niega que de verdad se influyan entre sí. Según su opinión, cada cultura posee una naturaleza preexistente que ninguna influencia exterior puede modificar. Y cuando una cultura toma algo de otra, elige consciente o inconscientemente aquello que se ajusta a su sentir originario. Cada cultura en cada fase de desarrollo vital responde a un determinado sentimiento cósmico que modela igual el arte que la ciencia que la política. Para un griego de la época de Aristóteles sería incomprensible la concepción física de Galileo, del mismo modo que lo será para un árabe, lo que no significa en absoluto que sean mas o menos correctas que la occidental la física de la Grecia clásica o la física árabe (ésta no es, en sentido riguroso, la ciencia física que hacen los árabes, sino la inspirada por el alma mágica). Son distintas, sin más, y así han de aceptarse. Según el particular lenguaje del autor de La decadencia de Occidente, cuando una cultura se adentra en su edad decadente se convierte en civilización, y entonces no hay fuerza humana capaz de frenar la caída. Llega a aseverar que en la época en la que él escribía, en los años de la Primera Guerra mundial, la física occidental había agotado todas sus potencialidades internas de desarrollo. O sea que, como profeta, su talento no hubiese sorprendido a la posteridad.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX no ha sido infrecuente que algunos grupos de la izquierda alternativa creyeran descubrir en este relativismo, sin considerar su fusión insoslayable en Spengler con el determinismo, una sólida impugnación del imperialismo cultural. Considero que tal interpretació n padece de un funesto espejismo. Para negar que el avance científico -o incluso el político, económico, social o cultural propiciado por revoluciones de vario cariz y profundidad- pueda universalizarse, o cuando menos influir en el cambio de sociedades distintas a aquella en que se produjo; para afirmar que nunca un árabe podrá asimilar la gravitación universal porque contrasta con su íntimo sentimiento cósmico, es preciso negar también todo enriquecimiento mutuo entre culturas. Edward W. Said demostró ya de manera admirable que las culturas son todo lo contrario de compartimentos cerrados e impenetrables. Nos guste o no, la historia de la humanidad es una historia de mezcla más o menos turbulenta de culturas y pueblos. Oponerse a esa realidad es una necedad aparte de reaccionario. Una cosa es resistirse a la imposición de su forma de ver el mundo a sociedades más débiles por las más poderosas, y otra pretender que conquistas objetivas que permiten mejorar las condiciones de vida de todos los seres humanos del orbe queden atesoradas en la reducida sociedad en que se alcanzaron. Parece sugerirse que los beneficios del desarrollo científico que en Occidente se ha logrado gracias antes que nada a la descarnada explotación de los países empobrecidos deben ser negados a éstos.

Si el relativismo cultural lo enlazamos al determinismo, como digo, resultará además que la época fáustica, por naturaleza expansiva e imperialista según afirma el mismo Spengler, ha de ser aceptada como inevitable. Y está claro que quienes habrán de soportarla serán los pueblos y culturas dominados, que deberán consolarse con la mera fe en que aún no son decadentes. Ya les llegará su hora. Todavía peor: las culturas ya en decadencia tienen que aceptar su muerte. Nada pueden hacer las personas por salvarlas.

Y piénsese que sólo una exigua minoría alberga un espíritu con la necesaria «experiencia de la vida» para saber -o sentir- qué culturas renacen, cuáles dominan y cuáles en fin habrán de fenecer. Ellos dictarán el curso de la historia ante el que los demás, sólo dotados de la humilde razón, debemos resignarnos. Cuántos tiranos no habrán soñado en la prodigiosa palanca de avasallamiento de una doctrina así.

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