LA MOSCA, LA PARED Y EL DESAHUCIADO
Autor: Mario Aracena.
La mosca se introdujo en el cuarto con toda la desfachatez que su condición de mosca le otorgaba. Interrumpiendo con sus piruetas y zumbidos, la quietud casi sepulcral que allí existía.
Su destreza, de una osadía casi sin límites, así como su manera de ronronear por el lugar, atrajeron la atención del único y silencioso ocupante de aquella habitación.
Éste, dejándose llevar por un inusitado entusiasmo, trató de seguir con su mirada aquel insecto tan desprovisto de respeto y consideración.
¡Qué derroche de vitalidad! Pensó el hombre postrado en la cama, ¡si hasta pareciera que lo hace a propósito, la muy perversa! Y como si lo hubiera escuchado, aquél bicho imprudente dio unas cuantas vueltas haciendo alarde de su rapidez, para luego aterrizar en medio del cielo raso, justo en el borde de un relieve circular, cuyo centro se adornaba de un hoyo pequeño pero profundo.
Hacía tanto tiempo que no pasaba nada nuevo en su pieza, que este singular acontecimiento habría de despertar en su memoria, viejos recuerdos.
Fijó su mirada en ese antiguo saliente, donde ahora caminaba la intrusa, (como pancho por su casa) ¡pero si tenía hasta una ala toda maltrecha la insolente! Volvió a razonar aquél hombre ahora ya sin enojos ni malestar; comenzaba a caerle bien ese diminuto bichito decrépito y de apariencia grotesca. Su presencia le estaba sacando de ese sopor maligno que es el aburrimiento crónico. Incluso casi tuvo una ligera sensación de placer, al ver semejante cosa merodear por dicho relieve de negro y hondo agujero.
Cosa que podía asegurar sin temor a equivocarse, ya que él mismo lo había hecho en una época pasada. En una época cuando todavía su presencia se hacía indispensable en esa casa.
Una época donde todos le respetaban, donde todos le querían. En un tiempo cuando alegre se había atareado en hacer ese orificio y colgar la más bella de las lámparas que hubiera visto.
Con cascadas de lágrimas que en dulces tintineos de cristal, le susurraban cuanto amaba su nueva condición de recién casado.
¡Ah! ¡Cómo había amado en aquél entonces! ¡Cómo había depositado todo su amor en aquella dulce mujer de cabellos dorados como el sol! Pero ya ese tiempo, al igual que esa reliquia de vidrio y su amada, se habían perdido por entre las cortinas de los años.
¡Pero qué sabía de aquello! ese insecto diminuto, que ahora emprendía vuelo a través del vacío casi despiadado de aquella pieza triste y silenciosa. ¡Qué sabía! de sus embates amorosos que se quedaban reflejados por mil, en esas lagrimas de vidrio, testificando su felicidad de hombre joven.
Como podría saber, esa porquería de mosca, que en uno de esos terremotos, su pesada lámpara caería sobre su mujer, llevándosela para siempre, envuelta en una desbandada de cristales rotos y ríos de sangre.
¡Ah maldita tragedia, que le mataría su mujer y su cuerpo! ¡Maldito destino!- Profirió tratando de relajar su mente. Ahora terriblemente acongojada. ¡Infame insecto! Profirió con enojo ¡para qué me haces revivir! ¿No ves que mi dolor es demasiado grande para soportarlo? Sin embargo la intrusa, siguió con su periplo de desconocida trayectoria. Ignorando las duras palabras que profería el desahuciado.
Pero algo le hizo cambiar de actitud. Tal vez ese ser de desbordante vigor le demostraba que no todo era sufrimiento ni congoja, y que también había otras cosas mucho más reconfortantes que aquellas.
Como por ejemplo el día en que su padre se cayó del caballo. Él que siempre había dicho: Mi caballo y yo somos uno, jamás podríamos separarnos y menos dejarme caer. Jajaja Rió hasta que se cansó y aunque nada se escuchó en la pieza, supo que un gran momento de placer había sacudido su cuerpo. No todos los días podía permitirse ese tipo de sensaciones. ¿Desde cuando que no sonreía? ¿Hace cuanto tiempo que algo diferente no ocurría en esa habitación blancuzca y repelente, decorada de objetos inertes que le oprimían el corazón?.
¡Sí! ¡Había sido un gran instante! Ahora podía volver nuevamente a sus disgustos diarios. Dado que después de este pequeño regalo, podría soportarlos por los años venideros.
Bajó su vista del techo para mirar ese cuadro asqueroso de un hombre montado en un caballo de descascarada estampa, que por más que trataba de recordar quién era, no podía. Esa silla de madera grotesca que se afirmaba cobardemente en el muro de enfrente. Un muro pintado de un blanco sucio y carcomido por las grietas; ofrecidas con un placer sádico por temblores y terremotos, tan corrientes por aquellos lugares.
¡Ah! Qué harto que estaba de verle allí, como una barrera demoníaca que le impedía ver más allá de sus cicatrices profundas.
Un día de estos, pensó resignado, aquella mole de ladrillos y barro podrido, se desmoronaría definitivamente, aplastándole lo poco y nada que le quedaba de su cuerpo.
Resignado volvió a su pasatiempo ineludible; recorrer con ojos hastiados, su aborrecible habitación.
¡Y esa maldita muralla de enfrente! Si al menos pudiera atisbar por la puerta y ver aunque sea los claros oscuros matices del pasillo. O simplemente, por esos recónditos azares del destino, pudiera contemplar por un segundo su huerto por la ventana.
El atardecer según su deducción, ya estaba como todos los días, dibujando con sus breves trazos luminosos, inimaginables formas sobre la pared que tanto detestaba. Se imaginó de repente que aquellas líneas y montículos apenas perceptibles, eran un mapa de desconocidas tierras que en alguna parte escondían un tesoro fabuloso.
¡Sólo él conocía aquel muro! ¡Sólo él era el dueño y señor de esa muralla vetusta y llena de detalles achacosos! ¡Y si había un tesoro, sólo él seria su descubridor! Clavó sus ojos pardos en una veta que atravesaba gran parte de aquella pared, ahora transformada en antiguo e imaginario mapa de un mundo lejano y desconocido. Luego la siguió lentamente por sus incontables curvas y relieves, hasta que de improviso, su mirada se estrelló contra la otra pared que se unía en esa esquina desnutrida e insípida.
¡Inútil! ¡Pero qué esquina más inútil! Si aparte de dos vértices que se juntaban con el desgano de su construcción, no había nada más que interesara su mente aguda. Desvió su vista de allí con desprecio. Lo simple y lo trivial siempre le habían dado nauseas.
Los cuerpos celestes, las lejanas galaxias con sus nubes infinitas de gases desconocidos ¡eso si que era interesante! ¡Pero esta esquina de mierda, ni siquiera tenía forma decente! se repitió volviendo a mirarla enrabiado.
Una banal línea recta que ahora desaparecía bajo una oscuridad obtusa, producto de un atardecer moribundo, que se entregaba con demasiada facilidad a las sombras de insondable lobreguez.
Observó entonces, el vulgar techo de su alcoba, tantas y tantas veces explorado por sus ojos deslavados de enfermedad. Una sonrisa irónica quiso dibujarse en su rostro inerte, al ver las últimas lenguas del sol, recogerse como picadas por una víbora y desaparecer cobardemente, tras las cortinas de su ventana. Dejando que el anochecer se incrustara por los poros de la pared, apagando con insano cinismo, las últimas chispas del día.
De pronto un destello enseguecedor, irrumpió en el ambiente, destruyendo aquél momento de placentera maldad para con su pared achacosa y su esquina de líneas desagradables.
No obstante a pesar de que la lámpara del velador, iluminaba ahora toda la pieza. La maldita sombra de la esquina.
¡Seguía allí! impregnando como tinta china, aquella pared que tanto odiaba. ¡Y como si esto fuera poco! ésta mancha de negra resolución, fue cambiando de forma. Sus contornos se fueron transformando poco a poco en una silueta de mujer. La cual, en un increíble atrevimiento, se puso a bailar con suaves cadencias, deslizándose cual una doncella divina, por la esquina y parte de la pared, atrapando con cada uno de sus movimientos, la contraluz que hasta ahora le había acompañado.
Asimismo y como para hacerle la vida más imposible, otras siluetas se sumaron a la primera, dibujando formas absurdas y desprovistas de sentido. Se unían, se separaban. Sus brazos y manos ahora totalmente identificables, se conjugaban en un rito macabro de simbiosis con unos cables de terroríficas apariencias.
Cuanto tiempo esos espectros se dedicaron a sus orgías de formas y tenebrosas. Nunca lo supo. Solo un gran alivio se apoderó de su alma, cuando desde entre medio de esos demonios oscuros, la mosca hizo nuevamente su aparición.
Por unos breves instantes, éste creyó que le hablaba. Que se comunicaba con él, en su idioma de mosca.
¡Un zumbido aquí, otro por allá! Un zumbido largo, silencio, otro corto, silencio, dos zumbidos, silencio, zumbido leve, otro algo más intenso, silencio.
¡Qué euforia! ¡Al fin tendría alguien a quién escuchar! Se alegró por un momento. Sus oídos se agudizaron y poco a poco fue identificando su idioma. Al principio no le entendía, pero después de algunos minutos, ya era otra historia.
Se entretuvo largo tiempo en escuchar sus peripecias. Le habló de sus penas de insecto, de sus angustias incontenibles de mosca, de sus mensajes de amor y de esperanza con respecto a las otras razas.
¡Ah! ¡Si la comunicación, llegaba a ser mucho más profunda y lograba que aquella cosita pequeña, le comprendiera! pensó de repente con un gran optimismo agrandándose en su pecho.
Tal vez le pediría como quién no quiere la cosa, que desconectara aquellas máquinas de largas y dolorosas mangueras, que con tanto ardor maquiavélico, esos fantasmas que salían por la esquina de la pared, le introducían a diario en su cerebro marchito.
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