domingo, 23 de diciembre de 2012

ANTEPASADOS, de Virginia Woolf (UK)








Cuando Jack Renshaw hizo el estúpido y presuntuoso comentario de que no le gustaba ver
partidos de cricket, la señora Vallance pensó que debía llamar su atención de
algún modo, que debía hacerle comprender, sí, como a los demás jóvenes allí
reunidos, lo que habría dicho su padre; qué diferentes eran su padre y su
madre, sí, y también ella, de todo aquello; y qué trivial le resultaba todo
aquello al compararlo con hombres y mujeres realmente sencillos y dignos, como
su padre, como su querida madre.
-Aquí estamos -dijo de pronto-, encerrados en esta sofocante habitación,
mientras en el campo, donde yo nací... en Escocia... -(sentía la obligación de
hacer comprender a todos aquellos jóvenes, que a fin de cuentas eran muy
agradables, aunque algo cortos de estatura, lo que sentían su padre, su madre y
también ella, pues en el fondo era igual que ellos).
-¿Eres escocesa? -preguntó él.
No sabía pues quién era su padre; no sabía que era hija de John Ellis Rattray y
Catherine Macdonald.
Había pasado una noche en Edimburgo, dijo el señor Renshaw.
¡Una noche en Edimburgo! Y ella había pasado todos aquellos maravillosos años
allí... allí y en Elliottshaw, en la frontera de Nortumbria. Allí había
correteado en plena libertad entre las grosellas; hasta allí iban los amigos de
su padre, y ella, que no era más que una niña, había oído las conversaciones
más asombrosas de su época. Aún los veía, a su padre, a Sir Duncan Clements, al
señor Rogers (el anciano señor Rogers encarnaba su ideal de sabio griego),
sentados bajo el cedro; después de cenar, a la luz de las estrellas. Hablaban
de todo lo imaginable, eso le parecía ahora; eran demasiado tolerantes para
reírse de los demás. Le enseñaron a venerar la belleza. ¿Qué belleza había en
aquella sofocante habitación de Londres?
-Pobres flores -exclamó, pues había un par de claveles pisoteados, con los
pétalos aplastados; pero luego pensó que su preocupación por las flores era
casi excesiva. A su madre le encantaban las flores: le habían enseñado desde
muy niña que hacer daño a una flor era hacer daño a la cosa más exquisita de la
naturaleza. La naturaleza siempre había sido su pasión; las montañas, el mar.
Aquí, en Londres, miraba por la ventana y no veía más que casas... seres
humanos hacinados en pequeños cajones. Le resultaba imposible vivir en ese
ambiente. No soportaba pasear por Londres y ver a los niños jugando en la
calle. Tal vez era demasiado sensible; la vida sería imposible si todo el mundo
fuese como ella, pero cuando recordaba su propia infancia, y a su padre y a su
madre, y ese derroche de belleza y cuidados...
-¡Qué bonito vestido! -dijo Jack Renshaw; y a ella le pareció fatal... que un
hombre joven reparase en la ropa femenina. Su padre sentía auténtica veneración
por las mujeres pero jamás se fijó en cómo vestían. Y entre todas aquellas
muchachas no había ni una sola que pudiera considerarse hermosa... como lo
había sido su madre... su querida y majestuosa madre, que vestía igual en
invierno que en verano, hubiese o no hubiese invitados, pero que siempre
pareció ella misma, tanto cuando llevaba encajes como cuando envejeció, con su
pequeña cofia. Tras enviudar se pasaba las horas sentada entre las flores, y
más parecía estar entre fantasmas que con su familia, soñando con el pasado,
que es, pensó la señora Vallance, mucho más real que el presente en cierto
sentido. Pero ¿por qué? Es en el pasado, con aquellos maravillosos hombres y
mujeres, pensó, donde yo vivo realmente: son ellos quienes me conocen; sólo
ellos (y recordó el jardín bajo la luz de las estrellas y los árboles y al
anciano señor Rogers, y a su padre, con su chaqueta de lino blanco) me
comprendían. Sintió que los ojos le escocían como cuando se avecinan las lágrimas,
mientras permanecía allí de píe, en el salón de la señora Dalloway, mirando no
a esa gente, esas flores, esa ruidosa multitud, sino a sí misma, a la niña que
habría de viajar tan lejos, que recogía florecillas y luego se sentaba en la
cama del desván, que olía a madera de pino, para leer cuentos, poesía. Había
leído toda la obra de Shelley entre los doce y los quince años, y se lo
recitaba a su padre, con las manos escondidas detrás de la espalda, mientras él
se afeitaba. Las lágrimas comenzaron a ascender desde las profundidades de su
garganta mientras contemplaba esta imagen de sí misma y le añadía los
sufrimientos de toda una vida (había sufrido terriblemente)... la vida le había
pasado por encima como una rueda... la vida no era lo que le había parecido
entonces -era como esta fiesta- a la niña que recitaba a Shelley; con sus
penetrantes ojos negros. ¡Qué no habían visto después! Y eran sólo aquellas
personas, ahora muertas, enterradas en la tranquila Escocia, quienes la habían
conocido, quienes sabían lo que podía dar de sí... y sintió las lágrimas más
próximas al pensar en la niña con su vestido de algodón; qué grandes y negros
eran sus ojos; qué hermosa estaba recitando la «Oda al viento del Oeste»; qué
orgulloso de ella estaba su padre, y qué estupendo era él, y qué estupenda era
su madre, y cómo, cuando estaba con ellos, ella era tan pura, tan buena y tan
inteligente que podría aspirar a cualquier cosa. Si ellos hubiesen vivido y
ella se hubiese quedado con ellos en aquel jardín (que ahora se le aparecía
como el lugar donde había pasado toda su infancia, y siempre estaba iluminado
por las estrellas, y siempre era verano, y ellos siempre sentados bajo el
cedro, fumando, menos su madre, que soñaba a solas, con su cofia de viuda,
entre sus flores... y qué buenos y amables y respetuosos eran los viejos
sirvientes: Andrewes, el jardinero, y Jersy, la cocinera; y el viejo Sultán, el
perro de Terranova; y la enredadera, y el estanque, y la bomba del agua."
y la señora Vallance con aire muy digno y altivo y burlón, al comparar su vida
con las vidas de otros) y si aquella vida hubiese continuado eternamente, la
señora Vallance no sentiría lo que sentía ahora... y miró a Jack Renshaw y a la
muchacha cuyo vestido él admiraba... habría podido tener una existencia y
habría sido, ay, perfectamente feliz, perfectamente buena, en lugar de estar
aquí, obligada a escuchar a un joven que decía -rió casi con desdén y sin
embargo los ojos se le llenaron de lágrimas- ¡que no soportaba ver un partido
de cricket!


viernes, 7 de diciembre de 2012

Rostros


Yasunari Kawabata (Japón)








Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente, si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.
No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a tantos en la platea como lo lograba esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz a una niña.
-No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella -dijo el padre de la criatura.
-Tampoco se parece a mí -dijo la joven-. Pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero al que no pudo comprender. Y sabrán que su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde donde hacía llorar a la audiencia, y el mundo real. Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.
Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.
Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.

Unos diez años más tarde, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se puso a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Pero ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una
niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.