Entrevista a Fernando Cardenal
TESTIMONIOS ORALES
FERNANDO CARDENAL ALCÁNTARA
Trascripción y comentarios de Luis de Vicente Montoya
Fernando Cardenal Alcántara. Médico. Nacido en Madrid, en el barrio de Argüelles, Calle del Tutor 22, el 31 de julio de 1925. Nieto del general republicano Manuel Cardenal Dominicis. Tenía once años cuando comenzó la guerra.
El relato de Fernando Cardenal nos da una visión de la complejidad que tiene una guerra civil, donde ocurre con frecuencia que, incluso en el interior de muchas familias, existen distintos posicionamientos políticos. La familia de Fernando Cardenal tuvo gente relevante en ambos bandos.
Del lado paterno su abuelo era el general de brigada del arma de Artillería Manuel Cardenal Dominicis, que su nieto describe como militar disciplinado, republicano (“he jurado defender la República”, le confió a su nieto) y librepensador, rechazó participar en la sublevación y estuvo en el Estado Mayor de la Defensa de Madrid con el general Miaja (1).
Su tío-abuelo (hermano de su abuela María, la mujer del general) Felipe de Iracheta y Mascort, coronel de Artillería, compañero del general en la Academia de Artillería de Segovia, también republicano, era al mismo tiempo, como muchos navarros, ferviente católico (hasta el punto de que sus hermanas le tenían puesto el mote humorístico de “Padre Mateo”), razón que le llevó a distanciarse del gobierno participado por el Frente Popular. Creo recordar que dirigía una fábrica de armamento en Murcia y fue inmediatamente encarcelado. Con ayuda exterior logró evadirse, sus contactos le entregaron pequeños talegos repletos de joyas para hacerlas llegar al gobierno de Franco para contribución al esfuerzo de guerra. Se los ató a la cintura y en marchas campo a través logró atravesar las líneas de los frentes. Pero en el otro lado fue recibido fríamente; no le dieron destino de armas, fue ascendido a general y pasado a la reserva.
El tío Emilio Vela-Hidalgo, corrientemente citado como Emilio Vela (hijo de Esperanza, hermana de María, por lo tanto sobrino político del general) era capitán de Caballería y medalla olímpica de equitación y, como muchos de ese arma, monárquico además de creyente católico. Se sublevó en Toledo y se hizo fuerte con Moscardó en el Alcázar. Posteriormente murió en el frente Madrid en la Casa de Campo.
El padre de nuestro compañero Fernando, Manuel Cardenal de Iracheta, era catedrático de Filosofía de instituto, librepensador progresista, discípulo y amigo de José Ortega y Gasset y amigo de Antonio Machado, del que había sido compañero en el instituto de Segovia. Mantuvo el más bajo perfil posible tratando de pasar desapercibido y en una ocasión le hizo a su hijo Fernando la siguiente confidencia: “Estamos en manos de bandidos de un bando y del otro.”
Del lado materno de nuestro compañero, los abuelos estaban ya muertos al tiempo de la sublevación. La madre, Rosario Alcántara Montalvo, licenciada en Filosofía y Letras y profesora de gramática y de latín, había fundado el Colegio Hispano-Americano Femenino (que hacía parangón con el que, con igual nombre, fundara su padre tiempo atrás, para chicos), colegio laico, aunque ella –de ascendencia noble por su madre– fuera mujer de ideas conservadoras y católica creyente, si bien nada clerical. Por creyente, su ideología era opuesta a la del ateo Frente Popular y en consecuencia algo más cercana a la de los sublevados.
El tío Fernando Alcántara Montalvo (hermano de Rosario) era el arquitecto municipal de Cuenca (zona republicana todo el tiempo), restaurador de las casas colgadas y vagamente monárquico pero sin militar en partido alguno y tampoco era muy creyente. Tenía muy buen oído (de joven había tocado el violín), buen humor y era valiente y a veces, en algún lugar público y para provocar, se ponía a silbar la Marcha Real. A nadie pareció importarle. “Cosas de don Fernando”, decían. También es verdad que su cocinera –muy apreciada– era la presidenta del sindicato de la C.N.T. del servicio doméstico de Cuenca (o como quiera que se dijera).
Primo hermano de la madre era Jacinto Alcántara Gómez (hijo de Francisco Alcántara Jurado, que fuera crítico de arte, librepensador, afín a la Institución Libre de Enseñanza y fundador de la Escuela de Cerámica de Madrid). Jacinto era también librepensador y había sido profesor de dibujo en la Escuela de la Institución Libre de Enseñanza sita en el Paseo del General Martínez Campos, nº 34 ó 44, que aún existe, y había sucedido a su padre en la dirección de la Escuela de Cerámica, en La Moncloa. Todos los veranos la Escuela de Cerámica se trasladaba – profesores y alumnos– a La Alberca, en la salmantina Sierra de Gredos, para seguir trabajando allí (donde tiene dedicada una calle). Como aquello fue zona nacional desde el principio, los profesores siguieron trabajando bajo el nuevo régimen y Jacinto fundó el Servicio de Recuperación Artística dentro de la F.E. y del Ejército para rescatar del pillaje las piezas de arte de valor que iban quedando en territorio nacional al ir avanzando los frentes. Su filosofía liberal, de librepensador, no cambió, pero él, de carácter alegre y conciliador, se adaptó maravillosamente a la liturgia (que no a la filosofía) del nuevo régimen.
Andrés, el hermano mayor de nuestro compañero Fernando (cuatro años mayor, o sea que tenía 15 años al inicio de la sublevación), era de la F.U.E. (sindicato izquierdista de estudiantes), y al empezar la guerra se instaló en casa de los abuelos paternos, se inscribió en las Juventudes Socialistas y estuvo prestando servicio en el observatorio de artillería situado en lo alto del edificio de la Telefónica, hasta que un día fue herido en un hombro, su madre se enteró y se quejó amargamente al general.
TESTIMONIO
Vuelta a Madrid
La República había creado en Madrid, creo que en 1932, el Instituto de Segunda Enseñanza Cervantes para ser un instituto modelo en el que poner en práctica métodos nuevos; y para su profesorado convocó una oposición entre catedráticos de toda España. Mi padre la ganó, vino trasladado de Salamanca y fue el director. Se constituyó un claustro extraordinariamente bueno. Allí estudiamos mi hermano Andrés y yo, aunque yo sólo tuve tiempo de hacer el primer año. Guardamos muy gratos recuerdos de aquel tiempo. El instituto está hoy en la calle de Embajadores pero en aquel tiempo estuvo primero en las calle de Zurbano y luego en la calle de Prim, detrás del Ministerio de la Guerra, en un antiguo palacio con jardín, hoy derribado, en cuya parcela está hoy la sede de la
O.N.C.E.
Calle Marqués de Urquijo 45
Mientras mi padre trabajaba en el Cervantes mi madre creó su Colegio Hispano-Americano Femenino, que abrió primero en un pequeño palacio arrendado, de cuatro plantas y jardín, en la calle de Marqués de Urquijo 10, esquina a Tutor (casa que ya no existe), en el que también vivíamos la familia y algunas profesoras. Después se quedó libre en la misma calle un piso muy grande que a mi madre le convino más. Era en Marqués de Urquijo 45, la casa que hace esquina con el Paseo de Rosales, una gran casa de estilo modernista tardío con muchos miradores y herrajes de forja (la casa, que quedó muy maltrecha, sigue existiendo aunque muy desvirtuada). La había hecho construir el general Weyler (2), quien se había preparado para él mismo con lujo de detalles el piso principal, que ocupaba toda la planta del edificio, con diez y nueve balcones o miradores que daban a las dos calles, y galerías acristaladas que daban al jardín interior. Éste es el piso que mi madre arrendó a la familia del general, que había muerto en 1930. En el portal había dos grandísimas conchas marinas que debían tener más de ochenta centímetros de ancho cada una, sin duda traídas por el general de algún mar remoto y que servían para que el cartero depositara en ellas las cartas. Allá nos mudamos, creo que sería el año 1934, a vivir en él y a que mi madre instalara de nuevo su colegio, en el cual, aunque fuera colegio de niñas, completamos la primaria algunos chicos privilegiados.
En la misma casa vivía Don Vicente García de Diego, que era profesor de latín o algo así en la Universidad y Académico de la Lengua. En aquella casa vivían también, Rafael Alberti y María Teresa León. De María Teresa no recuerdo nada pero a él si lo recuerdo porque coincidí con él varias veces en la escalera ya que nosotros no usábamos el ascensor para subir un solo piso y Alberti, que vivía arriba y salía a pasear los perros, tampoco podía usarlo pues estaba prohibido meter animales en él. Bajaba con dos perros preciosos de color blanco y yo me encontré con él un par de veces. Era un hombre muy guapo, muy elegante, joven, con traje blanco de verano, y yo sabía que era Alberti ya que en casa se hablaba de él muchas veces, aunque yo no sabía muy bien qué hacía. Recuerdo que mi padre tenía un libro suyo titulado Marinero en Tierra, que Alberti le había dedicado. Pero mi madre no tenía gran simpatía por aquella gente que más tarde fue conocida como “la generación del 27” (aunque tanto ella como mi padre, condiscípulos en la Universidad, pertenecieran cronológicamente a la misma generación). Mi madre decía que ese grupo se había constituido en “sociedad de bombos mutuos”. Además tenía celos de las mujeres del grupo ya que mi padre tenía mucho partido en el sexo opuesto y, para empezar, había sido novio de Rosa Chacel cuando ambos tenían 16 años. Él empezaba la Universidad y ella estudiaba Bellas Artes. Así me lo contó Rosa cuando volvió del exilio y nos conocimos. Mi padre ya había muerto, años atrás.
El Parque del Oeste tenía pocos años pero estaba muy arbolado. Yo lo atravesaba muchos días para ir a la Escuela de Cerámica de la Moncloa, de la que era alumno porque mi madre también lo había sido y de la Escuela de Cerámica se hablaba mucho en casa. El director era mi tío Jacinto Alcántara (primo hermano de mi madre), que también vivía en el Paseo de Rosales, creo que en el número 52. Algunas veces iba a la escuela con mi tío, que me llevaba en su coche, pero otras bajaba corriendo campo a través por el verde escapando de los guardas, pues no se permitía pisar el césped y a veces tocaban la trompeta para avisarme.
Mi padre nunca estuvo contento con la idea de vivir dentro de un colegio con tantas mujeres: mi madre de profesora, las cuatro criadas, nuestra institutriz (que en la época era una francesa), las profesoras - algunas viviendo internas - y todas las niñas, algunas de las cuales eran también internas. Las institutrices que tuvimos fueron todas personas muy educadas y cultas pero nosotros (mis hermanos y yo) éramos rebeldes y no aprendíamos nada. Para alejarse algo del colegio mi padre se alquiló un pequeño piso interior un poco más arriba, en Marqués de Urquijo 17,esquina a Martín de los Heros (3). Se llevó allí algunos libros y me llevó a mí con él para estar tranquilos por las tardes.
Así es que al tiempo de la sublevación vivíamos en la Calle del Marqués de Urquijo 45 esquina con el Paseo de Rosales y allí aguantamos hasta mediados de noviembre, que nos fuimos al nº 17. Era justo el punto que eligió Varela para iniciar la toma de Madrid.
Algo gordo va a pasar
Un poco antes de la sublevación, pero soy incapaz de precisar la fecha, un buen día de verano, fui al “hotelito” (como entonces se llamaba a los pequeños chalets) de mis tíos-abuelos Emilio Vela-Hidalgo y Esperanza, en la calle de Francisco Silvela cerca de la plaza de Manuel Becerra, a ver al perro y a regarles el jardín. Llegó su hijo, el “tío Emilito”, el capitán de Caballería que ha sido mencionado más arriba, de paisano. A mí me quería mucho. Me enseñó los gemelos de los puños de la camisa, que eran de oro con la corona real. Me preguntó: “¿Te gustan?”. Dije que sí, y como si una cosa tuviera que ver con la otra, me dijo: “Fernandito, dentro de poco van a ocurrir cosas, se va a armar mucho estruendo, mucho alboroto, pero tú no te asustes, eh, que todo va a salir bien”. Me quedé sin saber qué me quería decir pero lo deduje poco tiempo después. Me estaba poniendo sobre aviso de la sublevación y, como les ocurriría en su caso a tantas otras personas, no supe leer el aviso. Pasó unos días con sus padres y después se marchó a Toledo, donde se sublevó. Ya no le volví a ver. Murió en el Frente de Madrid.
Después supe que a su padre, que era funcionario de Hacienda y no había visto nunca cosa así, le dejó un pequeño fusil ametrallador de esos que tienen el cañón envuelto en un tubo más ancho y con agujeros para poder tocarlo sin quemarse uno la mano, y su munición. “¿Qué quieres que haga con esto?”, me dijeron que preguntó el padre. “¡Defenderte!”, dijo el tío Emilito. Un día me dejaron tener el fusil en mis manos. Cuando empezaron los registros mis tíos se las arreglaron para pasárselo a alguien que lo hiciera desaparecer, pero les pudo haber costado la vida.
El asalto al Cuartel de la Montaña
Como si estuviera en un palco, presencié desde un balcón de casa parte del ataque al Cuartel de la Montaña porque en frente de nuestra casa estaba la explanada del Paseo de Rosales con el quiosco de la música, y allí, delante del quiosco y en frente de nuestros balcones, se posicionó desde las ocho de la mañana un blindado de los guardias de Asalto. Los guardias tenían blindados con ruedas de neumáticos y con una torreta con un cañón. Desde mi balcón, como si estuviera en un palco, les vi maniobrar y disparar al Cuartel de la Montaña. Ahora no podría hacerse ya que hay árboles que no lo permitirían, pero el caso es que disparaban contra el cuartel de la Montaña. A medio día el ataque había terminado y entonces vi numerosos coches bajar a gran velocidad por Marqués de Urquijo con dirección al cuartel. En algunos iban paisanos y guardias civiles subidos en los estribos y algunos de ellos iban sosteniendo una camilla.
Los presos comunes de la Cárcel Modelo
Uno de los primeros días siguientes abrieron por lo visto las puertas a los presos comunes de la Cárcel Modelo. Como era verano y los chicos estábamos siempre en la calle yo vi la riada de hombres que venían caminando despacio, charlando en grupos, por las calles paralelas a Princesa. Las gentes en la calle estaban alarmadas.
Los primeros bombardeos
A los pocos días tuvimos el primer bombardeo de aviación. Cayeron tres o cuatro bombas de poca potencia por la calle de Quintana y la única víctima mortal fue una criada que se hallaba en un balcón. Desde entonces hubo bombardeos poco frecuentes de artillería y de aviación que todavía no comprendo qué se proponían. Todos seguíamos haciendo vida normal.
Dos blindados de los Guardias de Asalto estacionados frente al número 2 de la calle de Ferraz el día que se produzco el asalto al Cuartel de la Montaña, e idénticos al que contemplo Fernando Cardenal desde el balcón de su casa en el Paseo de Rosales .
(Foto Albero y Segovia. Colección Archivo Rojo del AGA, Ministerio de Cultura signatura.: AGA_F_04040_53283_001_01).
Ya he olvidado la fecha pero debió ser en septiembre u octubre, cuando una noche cayó una granada incendiaria de artillería en la casa-colegio de mi abuelo Fernando, en Tutor 22, esquina a Rey Francisco, casa de una planta y semisótano (lindante con el jardín de la escuela de ingenieros de montes), con obras de arte herencia de mi abuela y un magnífico museo de historia natural (recuerdo un águila, de más de dos metros de envergadura, una boa gigantesca y un tiburón disecados) ardió en unas horas. Mi abuela había muerto hacía muchos años y mi abuelo había muerto quince días antes de la rebelión y sólo quedaban en la casa su hija mayor, soltera (mi tía María), que desde la muerte de la abuela hizo siempre funciones de ama de llaves, las criadas y Clavijo, un joven discapacitado que siempre vivió en la casa y ayudaba con los estudios de los alumnos. El parque de bomberos estaba justo enfrente, pero los bomberos no estaban. Estaban apagando otro fuego. Antes de que la casa se derrumbara sólo pudieron sacar tres o cuatro cosas de valor. Cuando después de la guerra fui a ver el sitio los escombros habían sido retirados y sólo quedaban sobre los cimientos tres bañeras de mármol, cada una hecha de una sola pieza, que eran lo único que no se había quemado ni roto.
El comité de la C.N.T.
Conforme la guerra avanzaba hacia Madrid los milicianos estaban requisando casas para ser ocupadas por refugiados y para otros usos. Como estábamos en vacaciones de verano el colegio estaba vacío. Mi madre se fue una mañana al comité de la C.N.T. del barrio y les dijo: “Mirad, nosotros tenemos una casa muy grande porque tenemos un colegio y ahora está vacío y como estamos en un sitio tan estratégico, yo quiero que la ocupéis y la podéis usar como hospital de sangre”. Era una idea un poco rara porque había que subir escaleras pero las cosas se hacían así. Vino a casa un grupo de milicianos, hombres maduros y muy corteses, que traían al cinto unos grandes pistolones que no sé de dónde saldrían y que no he vuelto a ver después de la guerra, pero en Madrid había entonces muchos. Cada uno era diferente de los demás pero todos tenían un cargador que sobresalía treinta o cuarenta centímetros. Fueron muy educados, vieron la casa, les pareció bien y agradecieron a mi madre el ofrecimiento. Luego pusieron en el portal un gran cartel que decía: “REQUISADO POR LA C.N.T.”. Acto seguido, con el palo largo que se usaba como pértiga para la gimnasia y con tela que mi madre había comprado, mi madre y yo hicimos una bandera roja y negra de la C.N.T. y pusimos el mástil con la bandera en el balcón de la rotonda y la casa ya quedó oficialmente ocupada por la
C.N.T. y ya nadie se atrevió nunca a entrar en ella.
Desde casa vimos los bombardeos de Campamento y los Carabancheles. Madrid se llenó de refugiados de los pueblos de la provincia.
Los heridos de la Sierra
En el paseo de Rosales a la altura de las calles de Altamirano o de Benito Gutiérrez había un chalet grande y desde el principio de la contienda los milicianos instalaron en él un hospital y yo veía llegar a él camiones (que no ambulancias) con heridos del frente de Guadarrama. Yo me iba allí con frecuencia a charlar con los centinelas. Algo aprendía.
Vista del kiosco de música de Rosales visto desde Marqués de Urquijo. A la izquierda el edificio donde vivía Fernando Cardenal. En los balcones se puede distinguir lo que quedó de los tres grandes carteles donde según testimonio del entrevistado se podía leer COLEGIO HISPANO AMERICANO. (Foto Albero y Segovia. Colección Archivo Rojo del AGA, Ministerio de Cultura signatura.: AGA,33,F,04064,55601,001).
La quinta columna
La parcela del Paseo de Rosales lindando con nuestra casa estaba sin edificar y mi madre la tenía también alquilada para que sirviera de terreno de juego y de gimnasia. Teníamos una profesora de gimnasia que era una joven húngara muy bonita que enseñaba gimnasia rítmica. Colindante con la nuestra había otra parcela alquilada por un hombre que tenía galgos que corrían en el Canódromo de Madrid. Nos hablábamos a través de la cerca de alambre que separaba las dos parcelas. Mi madre no tardó en descubrir que era persona de derechas como ella. Un día, no recuerdo la fecha, estando yo con ella, nos llamó y nos dijo: “Anoche escuché la radio de Mola y dijo que hay cinco columnas que vienen a atacar Madrid. Las cuatro primeras son... (las enumeró) y la quinta columna está ya dentro de Madrid”. De ahí viene el nombre de “quinta columna”, lo que luego en la Guerra Mundial se llamaría “la resistencia”. Esa indiscreción de Mola puso inmediatamente a las milicias a la búsqueda de “quintacolumnistas” con el resultado de un sin fin de detenciones y condenas a muerte por los tribunales populares.
En relación con esto contaré una pequeña historia que nos ocurrió poco después. A nuestro piso de Marqués de Urquijo 17 (que ya he mencionado y del que hablaré más después) subieron milicianos diciendo que se había hecho tiro de fusil desde la casa y que estaban registrando todos los pisos. Estábamos solos mi padre y yo. Hicieron un registro rápido y se marcharon, no sin antes dejarnos precintadas todas las ventanas. Lo tremendo es que el caso pudo terminar en tragedia, ya que efectivamente en el piso había un centenar de cartuchos de fusil y sus peines de cinco cartuchos y las cajas de cartón en las que vienen, de diez peines cada una. No los encontraron porque estaban con mis cosas. Me los había traído yo para jugar la última vez que fui con mi abuelo a la Escuela de Tiro de Artillería, en la cual se probaban todas las nuevas remesas de armas de fuego. Mi padre y yo tratamos de cortar los cartuchos con unos alicates y tirar los pedazos por el retrete pero no era fácil y además se corría el riesgo de obstruir las cañerías. Entonces le dije a mi padre: “yo me encargo de hacerlos desaparecer”. Metí los que pude en la cartera de ir a clase y me bajé con ella al Parque del Oeste. Allí conocía yo muchos escondites por los que ir distribuyendo los cartuchos. En tres viajes me deshice de todos.
Los brigadistas internacionales
Soy incapaz de precisar la fecha pero recuerdo que una mañana mi madre y yo vimos desde un balcón bajar por Marqués de Urquijo una riada de hombres jóvenes que no iban en formación pero se mantenían bien unidos sin salirse de la calzada. Cada uno iba vestido a su manera con prendas más o menos militares y llevaban armas cortas. Muchos eran rubios, tenían caras sanas, simpáticas, miraban sonrientes al balcón y nos saludaban puño en alto. Nosotros respondíamos con el mismo gesto. Ya no me acuerdo bien pero pienso que esos hombres podrían ser parte de una brigada internacional.
Mi madre me dijo con cara seria, un poco triste: “Yo creo que aquí se están equivocando, porque Rusia no es lo que creen que es. Stalin tiene instaurado un régimen de terror. La gente allí lo está pasando muy mal.”
Efectos de los combates en los edificios del Paseo de Rosales esquina a la calle del Marques de Urquijo. En el primer edificio de la derecha se encontraba la vivienda de Fernando Cardenal, donde podemos observar a ras de suelo una de las ventanas del trastero del sótano donde se refugiaba junto a su familia durante los bombardeos. (Foto Mayo. Colección Archivo Rojo del AGA, Ministerio de Cultura signatura.: AGA,33,F,04037,53071,001).
En el sótano de Marqués de Urquijo 45
Con el tiempo las cosas se fueron poniendo muy mal en el frente de Madrid y en el barrio. Los cada vez más frecuentes y más cercanos bombardeos de cañón y de aviación nos aconsejaron pasar las noches en el sótano. También a veces corríamos a él durante el día. Nosotros teníamos, como cada vecino, una habitación o trastero en el sótano pero como nosotros éramos ocupantes del piso principal teníamos la mejor y más grande habitación del sótano, que era la de la rotonda, que tiene tres ventanitas (que siguen todavía, una al Paseo de Rosales, otra al chaflán y otra a la calle Marqués de Urquijo). Allí bajamos los colchones y dormíamos toda la familia y las criadas, menos mi padre. Él nunca tuvo miedo de los bombardeos pero tenía horror del hacinamiento. Debían de ser los primeros días de noviembre pero no estoy seguro, mi abuela María (4) vino unos días a visitarnos y ver cómo estábamos y de pronto hubo un nuevo bombardeo bastante fuerte y mi abuela tuvo que dormir en el sótano con nosotros. Mi abuela debió marcharse al día siguiente y sin duda nos instaría a refugiarnos en su casa en el barrio de Salamanca, donde no parecía que hubiera guerra ninguna. En el mismo Argüelles, entre los bombardeos la vida de calle proseguía con visos de normalidad. Algunos tranvías circulaban y algunas tiendas seguían abiertas. Supongo que mi abuela tomó el tranvía de la línea 45, que circulaba derecho entre Goya y Rosales.
Algunos días después de marcharse mi abuela, los bombardeos se hicieron más violentos y cercanos y por la noche oíamos fuego de ametralladoras. Después de una de aquellas noches (no recuerdo la fecha) al salir a la calle por la mañana había un gran revuelo en el Paseo de Rosales esquina a Marqués de Urquijo y la gente decía que había en el suelo un legionario muerto, que había muerto en el combate de la noche (5) y por la mañana el muerto estaba allí y todos los vecinos iban a verle. A mí no me dejaron acercarme. Luego supe por lo que comentaban las mujeres que habían venido unas milicianas y se reían del muerto. Le colocaron un cigarrillo en la boca y le decían: “¡Anda a ver se ahora te lo fumas!”
También cuando pasábamos las noches y parte de los días en el sótano, pero sin que pueda recordar qué día fue, los vecinos comentaron que unos tanques habían subido por la noche por la calle de Marqués de Urquijo hacia la calle de Princesa y habían vuelto a bajar (6).
Las cosas se pusieron muy mal desde el punto de vista de los bombardeos y los nacionales no acababan de rebasarnos, que era lo que mi madre secretamente esperaba. Entonces fue cuando mi madre me dijo: “Fernandito, no nos vamos a mover de aquí porque están muy cerca y cualquier noche nos rebasan y amanecemos en el otro lado”. Pero no pudo ser y hubo que abandonar la casa. Todo el mundo la fue abandonando y, como nosotros
La finca de Marques de Urquijo (con cúpula), 17 donde se traslado Fernando Cardenal tras abandonar la academia de Pintor Rosales, vista desde la calle Martín de los Heros. A la derecha se aprecia el patio de luces donde daban las ventanas de su domicilio, desde el cual nuestro protagonista presenciaría un combate aéreo. (Foto MP ‘Ministerio de Propaganda’. Colección Archivo Rojo, AGA, Ministerio de
Cultura, signatura: AGA,33,F,04048,54068,001.)
teníamos el piso de Marqués de Urquijo 17, allí nos cobijamos dejando atrás todo lo que no pudimos acarrear. Todavía había algunas tiendas abiertas, probablemente los dueños vivían en el mismo edificio y no querían abandonarlas, pues todo se saqueaba en cuanto no estabas, ya que no había vigilancia.
El piso de Marqués de Urquijo 17
No puedo recordar ni qué día llegamos a él ni cuánto tiempo estuvimos allí pero podrían ser dos semanas. Era, como ya he dicho al principio, un pequeño piso interior en una de las plantas altas. La ventana del comedor estaba orientada más o menos al Sur y daba a un patio de luces pero, como del otro lado no se había construido todavía se tenía una vista sobre los tejados del convento de las Hermanitas de los Pobres de la calle del Buen Suceso y sobre los tejados de otras casas más allá. Aquí había algo más de paz que abajo en la casa del nº 45 pero los bombardeos siguieron. Así como Benigno, el portero de librea de la casa del nº 45, era “rojo” (y fue un hombre decente que no denunció a nadie y había materia para denunciar pues había gente de todo tipo), éste de la casa del 17 era de derechas. Mi madre en seguida se dio cuenta y enseguida empezaron a hablar.
Desde esa ventana contemplé tres espectáculos que para mí fueron interesantes. Uno fue que vi el momento preciso en que una granada de artillería hacía impacto en el tejado del convento de las Hermanitas de los Pobres haciendo saltar por el aire tejas y una nube de polvo. Esperé lo peor pero la granada no explotó.
El segundo fue el incendio de la Editorial Hernando de la calle (creo recordar) de Quintana. Hernando era muy antigua y era una de las principales editoriales de la época. Tenía su propia imprenta y yo iba allí con frecuencia a comprarme lo que llamábamos “construcciones”, que creo hoy se llaman recortables. Por ser nieto de mi abuelo Fernando, el maestro vecino, me dejaban entrar al depósito y ver con calma todas las que había. Como además del papel tenían almacenadas tintas y grasa para las máquinas, el incendio fue pavoroso y duró varios días.
El tercer espectáculo fue un gran combate aéreo entre cazas (7). No podía separarme de la ventana. Era interesantísimo para un chico. Los cazas eran entonces muy pequeños y llegué a ver sus evoluciones, se perseguían unos a otros y tiraban con las ametralladoras y en uno que volaba muy bajo llegué a ver bien la cabeza del piloto. Uno de los aviones cayó envuelto en llamas, no sé de qué bando sería ni dónde caería exactamente. El combate duró bastante tiempo y luego los aviones se salieron de mi campo de visión.
Bombardeo y refugio en el sótano del nº 17
Los bombardeos aéreos se hacían cada vez más frecuentes. A través de nuestras ventanas precintadas yo vi más de una vez los aviones. Volaban bastante bajo. Eran escuadrillas de Junkers y venían en formaciones de tres en tres. Nunca vi defensa antiaérea ni cazas que les atacaran. Hasta que una vez nos tocó a nosotros recibir las bombas. Fue en pleno día. Yo vi justo enfrente y encima de mí caer de los bombarderos las ristras de bombas y enseguida llegó la sacudida de la casa y un estruendo ensordecedor (8). La casa, de cemento, se estremeció, la medianería de al lado quedó escorada. Todo se llenó de humo y de polvo y se hizo oscuro. Mi madre se había refugiado en el rincón de la cocina que le parecía más seguro y tenía sentado sobre sus rodillas a mi hermano pequeño, que tenía dos años. Pequeños cristales de la ventana se le clavaron en el cuero cabelludo y parte de la cara y tenía la cara roja de sangre. Mi madre estaba serena. Mi hermana, de ocho años, estaba enloquecida. Yo cogí mi botiquín y corrimos todos hacia la escalera.
Casi no se veía nada por causa del polvo y el humo y los vecinos bajaban gritando. Llegados abajo, donde había un intenso olor a pólvora, nos precipitamos al portal y a la calle para poder respirar. El espectáculo en la calle era desolador. Había mulas muertas, cables por todas partes, un tranvía tumbado y vimos un hombre muerto. Mi madre seguía con el niño en brazos y la otra mano se la llevaba al bajo vientre y me decía “Me voy, me voy, Fernandito”. Y yo me preguntaba ¿a dónde querrá irse mi madre? Me estaba diciendo que se moría. Entonces vi coágulos de sangre oscura en el suelo y luego otro que le bajaba por la media. Cuando entramos la atendió un médico relativamente joven y muy solícito que vivía en la casa (estaba “camuflado”, como se decía entonces). Confirmó que había sido un aborto y le puso inyecciones de oxitocina, que era lo que se usaba entonces para detener la hemorragia uterina.
Mientras tanto, teníamos allí un herido, un muchacho de unos 16 años sentado en el suelo y recostado en la pared. Estaba blanco como el mármol y tenía la mirada perdida. Había recibido un metrallazo en el brazo izquierdo que le había sacado un gran bocado de la cara externa del brazo y le había dejado el hueso al descubierto. La gente le miraba espantada sin saber qué hacer. Yo me acerqué a él con mi botiquín y le dije: “Te voy a hacer una cura.” “Haz lo que quieras”, me dijo. Desplegué mis paquetes de gasa estéril, le limpié con tintura de yodo los bordes de la herida. Con las pinzas y gasas enjugué el interior de la herida. Vi que el hueso no estaba roto y que no había ninguna arteria importante sangrando. Así es que llené el boquete con gasa estéril, le puse encima una buena capa de algodón hidrófilo (como entonces se decía), le hice un vendaje ligeramente compresivo y le puse el brazo en cabestrillo (con mi pañuelo verde de explorador doblado en pico). Ése fue el final de mi botiquín, había consumido en ese primer caso todas sus existencias. Al muchacho se lo llevaron a alguna parte y yo me fui con mi madre.
La guerra era muy estimulante para los chicos. Como yo ya entonces quería ser médico y había aprendido cosas con los exploradores (yo era “lobato”, que es como se llamaban los más pequeños antes de ascender a “explorador”) y con mi tía Carmen (hermana de mi madre) que era farmacéutica en la Calle del Fúcar y me había regalado un folleto de primeros auxilios y algunos materiales, me construí un botiquín usando una caja de madera de un juego de cróquet que tenía compartimentos para guardar ordenados los arcos, las bolas y los mazos, compartimentos que me vinieron muy bien para ordenar mis materiales. A la caja le pinté una cruz roja y le clavé una correa para poder llevarla al hombro, aunque pesaba bastante.
Retomo el relato que llevaba. El portero era un hombre de derechas, como mi madre ya había descubierto antes, relativamente joven y probablemente “emboscado” o “camuflado” como el médico. Era un buen organizador. Primero acogió a todos en su casa con su familia, los tranquilizó y luego nos llevó a todos al sótano. Era una gran sala que servía de almacén a la droguería de encima. Era importante terminar de deshacerse de todos los líquidos inflamables allí almacenados y todos ayudamos a irlos vertiendo poco a poco por los retretes. Bajamos más colchones y se organizó todo un campamento. Para mi madre bajaron un catre y almohadas y el médico la siguió atendiendo e incluso se arriesgó a hacer una salida a buscar una farmacia para traer más medicinas. El portero organizó a los hombres para, con picos que encontraron, abrir boquetes en las paredes para comunicar todos los sótanos, para poder escapar por otro si la casa se derrumbaba sobre el de uno. Los niños descubrimos sitios estupendos para dormir: las baldas de madera de unos
grandes armarios empotrados que vaciamos de los poca comida que teníamos en casa y lentamente, con los productos que contenían y recubrimos con cartones. Por la soldados a los lados, que tomaban sus precauciones, noche se formaba un grupo numeroso al fondo de la nave enfilamos Marqués de Urquijo arriba. La soledad era y rezaban el rosario en voz alta con esa voz lastimera de completa. Se oía tiroteo por las calles que atravesábamos los rosarios. Subíamos al piso para avituallarnos y para pero no intenso (9). Llegamos a la calle de la Princesa y usar el cuarto de baño. Creo que el teléfono funcionaba allí estaban las barricadas. Había barricadas delante de la pero no estoy seguro. Al cabo de unos días de cama mi estatua de Argüelles que entonces estaba en el cruce de madre estaba repuesta. Mi padre venía regularmente pero Marqués de Urquijo y Princesa. Las barricadas estaban la mayor parte del tiempo estaba trabajando fuera. Como orientadas hacia Moncloa por un lado y hacia Rosales por no había clases pero seguía cobrando su sueldo de otro. Eran altas y estaban hechas de maderas muy funcionario se buscó una ocupación con el Tribunal de gruesas y sacos terreros. Había pocos soldados o Menores, que estaba desbordado. milicianos y no vi armamento, señal de que la "batalla de Madrid" ya había terminado (mi hermano Andrés, que vivía con los abuelos, cree que era final de noviembre o La retirada primeros de diciembre). Nuestros autos las circundaron y siguieron subiendo por Alberto Aguilera (por donde Varela
Los bombardeos siguieron fuertes, la casa temblaba y tenía planeado entrar) y demás bulevares, Génova y Goya algunas veces se nos llenaba el sótano de polvo. Después hasta llegar al piso de los abuelos, en la calle de fueron amainando. La gente se iba marchando. Al cabo de Espartinas (que se llamó también Calle Particular de la unos días, tal vez hasta dos semanas, no lo recuerdo, Sud América), una callecita recóndita, que pasa salíamos nosotros también. Vino a buscarnos en dos desapercibida, que sale de Príncipe de Vergara a pocos automoviles (como entonces se decía) un pelotón de metros de la esquina de Goya, en el barrio de Salamanca, soldados enviado por mi abuelo el general. Atamos los donde no había guerra. Yo veía que mi madre estaba colchones encima y al lado izquierdo de los coches, que contrariada. era el lado de donde podían venir las balas, cogimos la
NOTAS
(1)El general Cardenal era de familia cubana, aunque él naciera accidentalmente en Sevilla porque sus padres estaban de gira por España. El primer Cardenal de Cuba de la familia fue un liberal, abogado de Valladolid, que tuvo que escapar de España en 1830 perseguido por esbirros policiales del absolutista Fernando VII. Se asentó en Matanzas, progresó, llegó a tener una hacienda con 200 esclavos. Su hijo, del partido Liberal, fue también abogado y Presidente de la Diputación, cofundador del Partido Autonomista y (a pesar de todos sus esclavos) cofundador de la Liga Pro-Abolición de la Esclavitud. El hijo de éste fue el padre del que con el tiempo sería el general Cardenal en la
G.C.E. A este último le mandaron a España, con 14 años, a estudiar la carrera militar en la Academia de Artillería de Segovia. Cuando salió de teniente, en 1896 ó 1897, estaba en curso la última guerra de Cuba. Se casó con su novia María (hermana de su compañero Felipe Iracheta Mascort, del que se hablará luego) y marchó voluntario a la guerra. Cuando la guerra terminó en derrota, su padre, que era persona influyente y había luchado como jefe mambis del lado victorioso, le prometió una buena carrera en el naciente ejército cubano. Pero el futuro general Cardenal se sentía ya español y eligió repatriarse con los restos del ejército español. En España le esperaban su mujer y su hijo, que había nacido durante la guerra. Así, vemos que el general Cardenal luchó en dos guerras, la de Cuba y la Guerra Civil Española. En las dos combatió del lado de la legalidad, y las dos las perdió. (2)El general Weyler fue capitán general del Ejército español durante la primera guerra de Cuba. (3)Esta casa, que hace esquina a la calle Martín de los Heros, existe todavía. (4)La abuela a quien se refiere es la abuela paterna, la mujer del general Cardenal, que fue a Marqués de Urquijo cuando estaba en marcha el ataque a Madrid lo que parece indicar que en el Estado Mayor de la Defensa no se esperaba un ataque por esa zona. (5)Se trata sin duda del día 9 de noviembre cuando se produce el primer combate en Rosales. Ver números 5 y 8 de la revista Frente de Madrid. (6)El suceso descrito por el testigo debe corresponderse con los ataques del día 9 sobre la Cárcel Modelo, el Parque del Oeste y el Paseo de Rosales que fueron fundamentalmente nocturnos. Comenzaron por la tarde del día 9 y se intensificaron durante la noche del 9 al 10 de noviembre. Coincide con el relato del coronel Ángel Lamas Arroyo donde cuenta que en un ataque nocturno los tanques llegaron hasta el monumento de Argüelles, es decir, hasta la confluencia de las calles Marqués de Urquijo y Princesa. No podría encajar con el combate sobre la Cárcel y el Paseo de Rosales del día 17 de noviembre que fue por la mañana. El legionario muerto y las tanquetas de Marqués de Urquijo están ambos relacionados con el ataque del día 9 de noviembre. (7)Podría tratarse del día 13 de noviembre, día en que se produjeron combates aéreos de gran importanciacoincidiendo con la ofensiva republicana en la Casa de Campo y en el Cerro de los Ángeles. Estos combates son descritos por Ernesto Méndez Luengo en Tempestad al amanecer y por Ángel Lamas. (8)El segundo gran bombardeo que describe el testigo debe coincidir con la ofensiva nacional del día 17, con la que se realizaba un último intento de penetrar en el barrio de Argüelles, siguiendo el plan de Varela. El día 23 de noviembre, en Leganés, Franco daría por finalizado el ataque Frontal.