viernes, 16 de noviembre de 2007

Cuento de Navidad, de Paul Auster

Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.


Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.


Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

viernes, 9 de noviembre de 2007

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO

GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo

Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena

Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo.

Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos.

Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados.

Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno.

El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico.

La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados.

Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes.

Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar

Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando el ahogado

Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados.

A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales.

Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de otros ahogados de mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales.

Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento

No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo-

No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.

Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad.

Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto

Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz.

Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados

Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.

Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

- Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad.

A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre.

Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro.

Pero fue una ilusión vana.

El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peo rcosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltarlos botones de la camisa.

Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles.

El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban.

Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos.

Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba.

Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo "siéntese aquí, Esteban, hágame favor", y él recostado contra las paredes, sonriendo, "no se preocupe, señora, así estoy bien", con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas la visitas, "no se preocupe, señora, así estoy bien", sólo para no pasar la vergüenza de desbaratarla silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían "no te vayas, Esteban, espérate siquiera que hierva el café", eran los mismos que después susurraban "ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso"

Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer

Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón

Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar

Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban.

Así que cuando los hombres volvieroncon la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

- ¡Bendito sea Dios -suspiraron- : es nuestro !Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.

Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento.

Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.

Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos.

Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo.

Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando por aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buenviento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto "quítate de ahí, mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto", a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda.

Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban

No hubo que repetirlo para que lo reconocieran.

Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo

Bastó con que le quitara nel pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, "en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo"

Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito

Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar

A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le dieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos yprimos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí

Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas

Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendo ry la hermosura de su ahogado

Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo

No tuvieron la necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás

Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro "ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso", porque ellos iban a pintar la fachadas decolores alegres para eternizar la memoria de Esteban y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros delos grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, yel capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas,"miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir bajo las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde mirar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban"

domingo, 4 de noviembre de 2007

ANTONIO SKARMETA- TELEFONIA CELULAR

ANTONIO SKARMETA- TELEFONIA CELULAR

Los días de pago, Pedro Pablo Salcedo apartaba de su sueldo dos billetes azules y almorzaba en el mismo restaurant que sus patrones. Allí se ofrecía un "menú ejecutivo", expresión que le causaba melancolía, pues como contador de la editorial lo único que "ejecutaba" eran órdenes de sus superiores: básicamente atrasar lo inhumanamente posible los pagos a los acreedores.

Doce veces al año se daba el placer de inaugurar ese almuerzo con el tequila de un "Margarita Jumbo" y de redondearlo con un cognac "Remy Martin". El trayecto entre ambos licores lo cubría mediante una botella de vino tinto cuya marca variaba de menos a más. En diciembre había puesto el colofón gastronómico del año pagando por un "Don Melchor", el mosto más caro que ofrecía la plaza.

Estos almuerzos finales lo reconciliaban con las asperezas de su trabajo y con esos sueños de grandeza inhibidos o secretos que larvados asomaban en sus ojos en chispas de envidia o resentimiento. Para su mala suerte, justo en lo que debiera haber sido su plácido balance mensual con el mundo y sus frustraciones, un episodio que se desarrollaba en la mesa vecina consiguió desestabilizarlo.

Una bella mujer se había inclinado sobre el mantel e intentaba con elocuencia convencer de algo al hombre que la oía mirando hacia la puerta del local con desesperada paciencia. El énfasis en sus manos pálidas, acentuadas por dos anillos con diamantes, la hacía intensamente expresiva, y desde su esquina Salcedo no lograba apartar la vista de aquellos desprejuiciados muslos a los que el fervor de su discurso y la escueta minifalda de cuero le habían dado una excitante plenitud.

De pronto sonó el teléfono celular junto a la panera de la pareja y el hombre de pelo rubio, visiblemente aliviado por esa interrupción, atendió raudo la llamada. La hermosa mujer miró al artefacto encendida por la cólera y echando hacia atrás la silla con violencia derramó la servilleta sobre los camarones ecuatorianos recién servidos y abandonó el restaurant haciendo tintinear las llaves del auto. El hombre interrumpió la charla telefónica, puso el celular sobre una silla, alargó dos billetes de diez mil sobre el mantel, y corrió tras ella.

Acariciándose un pómulo, Salcedo deseó haber sido actor de un drama como ése, un arrebato de pasión y celos que animara su vida, la voz de una amante próxima a sus lóbulos conminándolo a decisiones, la suave trama de aroma emanantes de esas mujeres que resbalaban a toda página en las satinadas revistas que leía en peluquerías o consultorios. Mientras la sorprendida camarera despejaba la mesa de los amantes fugaces, terminó de servirse las papayas en almíbar y puso su atención en el celular abandonado sobre la silla. Cuando la sirvienta levantó el mantel y fue a la cocina, seguro ya de que no había advertido el artefacto, se animó a filtrarlo en un bolsillo de su chaqueta.

Al término de otra semana irrelevante, por fin había ocurrido una aventura. En la oficina extrajo el teléfono del saco, se aflojó la corbata, y limpiándose las manos en los pantalones como si quisiera borrar las huelas de un delito, detuvo la vista sobre la abrumadora cantidad de boletas con que los oficinistas querían hacerse pagar gastos privados como actos de servicio a la compañía. Él hubiera preferido mil veces haber usado todos esos dineros en vez de ser el acucioso árbitro de lo legítimo, lo fronterizo y lo inaceptable.

Convencido de que los rangos dentro de la empresa eran más bien cosa del azar que de los talentos individuales, se propuso vagamente no permitir que toda su personalidad se agotara en la función que desempeñaba. Junto entonces la puerta se abrió y una ráfaga de aire produjo una sensación de hielo sobre su cuello húmedo. Era su jefe, quien procedió a tirarle informalmente un talonario de cheques sobre el escritorio.

-¿Almorzó bien, Salcedo?

-Sí, señor Mackenna -dijo, poniéndose de pie.

-¿Con postre y todo?

Papayas, señor.

-Haga cheques sólo para los casos más urgentes. Los otros trate de aplazarlos cuanto pueda.

-Sí, señor. La atención del hombre fue capturada por el celular sobre la mesa.

Avanzó con autoridad, lo levantó en una mano y lo mantuvo a cierta altura balanceándolo para sentirle el peso.

-Es el modelo más liviano que ha salido -comentó.

-No lo sabía, señor.

-Y el más caro. Es usted todo un ejecutivo, hombre.

Salcedo se sintió simultáneamente confundido y halagado. Trajo a sus labios una sonrisa modesta y miró el artefacto disimulando su orgullo. El gerente se pasó la mano por el bien peinado cabello rubio y le hizo un gesto admirativo frunciendo la boca. Cuando el señor Mackenna se hubo retirado, Salcedo cogió rápidamente el celular y lo balanceó en la izquierda imitando con exactitud lo que había hecho su superior. Con un cantito disimuló un bostezo siestero, y se hundió en los expedientes, el lápiz rojo censor entre los labios, un Bic verde para los okeys. El cabo de algunos minutos se detuvo al descubrir una boleta de Zúñiga que incluía la cuenta de un hotel en Viña del Mar, en circunstancias que su zona de venta era Osorno, ochocientos kilómetros más al sur. Pero Zúñiga era un fresco simpático, lo trataba a él, Salcedo, de "jefe" y se ruborizaba por cualquier cosa. Marcó la boleta con el lápiz verde. Depende de la ruta que se tome, Viña puede estar camino a Osorno, se dijo indiferente.

Entonces sonó el celular. Un tono más distinguido que el del teléfono. Amable, pero también compulsivo. Se acarició la mandíbula replegándose sobre el respaldo del sillón giratorio. Estiró la mano sobre el aparato, hizo correr la vista sobre las distintas señales, y al pulsar el índice sobre la tecla verde, sorpresivamente quedó conectado.

-Soy Mónica. Supo sin pensarlo, que lo más atinado sería no contestar. Dejó que el silencio creciera, intuyendo por el tono que había empleado la mujer que ésta iba a ser una pausa dramática.

-¿Estás enojado conmigo? -No -se oyó decir. -Me porté como una rota, ¡dejarte así de repente! Me debes odiar, ¿cierto? -No, no. -Es que todo es tan complicado. Bueno, no sólo para mí. Para ti también. -Sí. -¿Me quieres todavía? -Sí. -¿Con pasión? -Sí. -¿Me perdonas entonces? -Sí. -No puedes hablar ahora, ¿cierto? -No. -Quiero verte esta noche, Ernesto. ¿Lo puedes arreglar? -¿Y tú? -No me importa nada. Si tú puedes, yo puedo. -Puedo. -¿A las ocho donde siempre? -No, donde siempre no. -¿Dónde entonces?

Salcedo corrió con la mano derecha la cortina sobre el ventanal y estudió el paisaje del Barrio Alto, ese sector que le era conocido pero también ajeno. Este derroche de lujo hecho para otro, no para él con sus trajes de marcas menores y esos zapatos que parecían ir gritando su menguado costo en cada paso. La visión de la cúpula de un edificio cilíndrico sobre la Kennedy lo hizo volver a la llamada. -En el "Highland" -dijo. Te amo -dijo ella. -Te amo -dijo él. Puso el celular sobre la ruma de cuentas y comenzó a escribir los cheques del personal con una caligrafía vibrante, un trazo que difería en volumen y presión del rutinario. A las cuatro de la tarde había concluido con los sueldos, y tras entregar los respectivos cheques la cajera, fue a lavarse las manos y la cara al baño. Se frotó las mejillas con vigor y luego le propinó ceremoniales golpes de peineta a su pelo áspero y tupido. Pude comprobar con un vanidoso gesto de las cejas que era más joven y acaso más alto que el amante de cabellos rubios. A la salida del toilette, con un súbito impulso se abalanzó sobre el talonario e hizo un cheque a su nombre por una cantidad importante. Luego fue hacia la cajera y le pidió que se lo canjeara en efectivo. La mujer obedeció sin requerir detalles, aunque por mera rutina comprobó que el documento estuviera endosado.

A las seis, vio alejarse a los colegas rumbo a sus domicilios, contento por no tener que subirse a esos buses hostiles en esta hora de fatigoso tráfico. Tuvo compasión por ellos, y sintió que esta piedad era una prolongación natural de la tristeza de reconocerse uno más entre sus pares.

-Hasta ahora -se dijo en voz alta. Detuvo un taxi y le pidió al chofer que lo llevara al "Highland". En el tablero del coche vio que eran las seis y media, y puesto que el tráfico ya no era tan fluido, supo que estaría en su destino en unos quince minutos. Puso el fajo de billetes en sus rodillas y los fue contando mientras frotaba sus bordes para que no se pegaran. "Me llamo Ernesto" pensó. "¿Pero Ernesto cuánto?" -Ernesto Mackenna -dijo en voz alta. El chofer lo miró por el espejillo. -¿Cómo dijo, señor? -No, nada. -Vamos siempre al "Highland", ¿no? -Al "Highland">. En la puerta del edificio permitió que el elegante bedel le abriera el auto y tuvo la duda si se daba propina en esos casos. Decidió que no. La propina se la daría al chico uniformado que ahora se ofrecía a llevarle el maletín. En la recepción puso el celular sobre el mesón y le dijo al conserje que quería un cuarto. -¿Para una sola persona señor? -Para dos. -¿A nombre de quién?. -Ernesto Mackenna. -¿Va a cancelar con tarjeta de crédito? -Al contado. Le extendieron la llave, el botones le acompañé hasta el piso quince, y entonces lo condujo a la pieza 1500. En cuanto estuvo solo fue hacia la ventana a reconocer el terreno. En centro en su vaho de smog, el Manquehue y su cumbre rebanada, las horrorosas torres eléctricas de Cuarto Centenario que siempre le evocaban sitios baldíos ajenos a ese sector. Por los cuatro puntos cardinales todo en orden. Su Santiago de siempre, pero visto de una perspectiva novedosa. -Novedosa -pronunció con claridad. De la mesita de luz, tomó el índice de servicios e hizo contacto telefónico con el conserje. -Le hablo de la habitación 1500. Quiero pedirle un favor. -Dígame. -A las ocho va a venir una dama a preguntar por mí. Por Ernesto. Dígale que suba directamente a mi habitación. -Muy bien, don Ernesto. ¿Ernesto cuánto? -Ernesto, no más. No me gustaría que esta dama supiera mi apellido. Se trata de una amiga, usted me entiende. Sí, señor. -Una diablura -dijo riendo. El recepcionista rió con complicidad. -No se preocupe, don Ernesto. En cuanto hubo colgado, marcó los dígitos del "room-service" . -Quiero hacer un pedido. -A sus órdenes, señor. -¿Tiene champagne? -Sí, señor. -¿De cuál? -Nacionales e importados. Champagne francés. "Pommery". Lo tenemos en Brut y en Demi sec. -Es para compartir con una dama. Si es una dama distinguida, le sugiero Brut. El Demi sec se sirve en Chile en todos los matrimonios. No es tan. -el hombre se interrumpió. -Mándeme un Brut. Adentro de un balde con hielo y todo eso. -Por supuesto, señor. Se hundió en el lecho matrimonial estirando los brazos y las piernas y se detuvo en impecable cielo raso. Toda la pieza olía a nuevo y el tráfico de la Kennedy llegaba ahogado en un susurro eruditamente filtrado por los gruesos ventanales.

Sin cambiar su posición digitó en el celular el número de su casa y le dijo a su esposa con prisa y autoridad, como molesto por tener que hacerlo, que un enredo económico lo retenía en la oficina. -Un funcionario de confianza giró un cheque no autorizado -explicó antes de colgar. El camarero trajo el balde con el champagne, lo puso sobre la mesa de caoba y encendió la lámpara insinuándole a Salcedo que apreciara las finas, sutilísimas copas elevadas junto al balde de plata. Al darle la propina el botones quiso saber si abría la botella. -Por ningún motivo -lo detuvo Salcedo. Hacer saltar el corcho del Pommery en presencia de la dama era algo estelar de su puesta en escena, un momento solemne en la intriga, sólo apto para los héroes de la historia. Por ningún motivo iba a dilapidar ese instante con un mozo común y silvestre.

Faltaban quince minutos y abriendo una botellita de Chivas Regal del mismo bar la bebió desde el gollete sin declinarla con agua o hielo. Hundió la cabeza en el cuello, reconfortado por el certero efecto del alcohol en su ánimo, e hizo estremecer su mandíbula emitiendo un "brrr" histriónico. Después fue al baño a lavarse las manos y la cara. Otra vez trabajó el peine en la áspera mata de su cabello y al ponerlo de vuelta en el bolsillo de la chaqueta ensayó frente al espejo algunas poses distinguidas tratando de encontrar aquella que más convendría a la personalidad de Ernesto Mackenna. Eligió una, levemente sinvergüenza, donde levantaba al mismo tiempo la ceja y el labio derechos. "Como irónico", se dijo. Como más allá de los hechos.

Diez minutos más tarde dispuso las luces. Los cenitales podían apagarse. El lamparón del centro, de todos modos fuera. Nada de luz en los veladores. La lámpara de pie tenía tres intensidades. La contuvo en la menor y corrió las cortinas hasta dejar envuelto el ventanal en las ricas telas. Trajo las manos hasta la superficie del balde, las empapó en su frialdad y luego alivió con ellas sus mejillas ardientes. Al hundirlas después en los bolsillos del pantalón para sacar los fósforos, comprobó que estaba excitado. Hizo sonar la caja en su puño y retuvo las ganas de fumar.

Se quedó junto a la puerta atento a los ruidos del pasillo y del ascensor que ahora se detenía en el piso con un armonioso timbre. Con la manilla entre los dedos, estudió el mecanismo del seguro. Presionando el cilindro la cerradura se bloqueaba, y si se ponía el cabezal de la cadena en la ranura metálica se evitaría que alguien con llave pudiera entrar desde fuera. Otra vez pudo oírse la señal del ascensor, luego sus placas abriéndose muellemente, y en seguida los inequívocos pasos en dirección a la 1500. Salcedo respiró hondo al oír el gong sobre su cabeza.

Accionó la manilla delicadamente, entreabrió la puerta, y en ese espacio, semiclandestino, vio pasar a la mujer con un atractivo traje de noche. De inmediato cerró brusco la puerta y apoyando encima su espalda hundió el botón, y con una rápida maniobra insertó la cadenilla en la ranura. Ella miró desconcertada el amplio espacio y volvió la vista al hombre. -¿Dónde está Ernesto? La voz de Salcedo sonó carrasposa. -No vino. Es decir, no pudo venir. -¿Le pasó algo? Salcedo levantó el brazo y mostró con su índice la mesita y el champagne junto a la cortina crema. -Es necesario que hablemos. -¿Quién es usted? -Un admirador. Ella fue rápido hasta el baño, espió su interior, y luego revisó el closet. -¿Por qué cerró la puerta con cadena? -Para que estemos tranquilos. -¿Qué quiere? -Ayudarla. -No creo que necesite ninguna ayuda. -Sí necesita. Estamos frente a un caso de adulterio, ¿no es cierto? La mujer hizo amago de avanzar hacia la puerta, pero luego se detuvo, y volvió junto al ventanal. Salcedo le indicó que se sentara, puso el champagne dentro de la servilleta y presionando el corcho lo hizo saltar con un estampido. Antes de escanciar en las copas, insistió con un gesto para que tomara asiento. Ella puso su cartera a los pies de la silla y se frotó los muslos bajo la minifalda. -¿Qué quiere? -dijo, cruzando las piernas. -Sírvase champagne. Es francés. -No me interesa. -Vamos, sírvase una copa. La mujer probó un sorbo, pero ignoró el gesto con que él acercó su champagne proponiéndole que chocaran los cristales. -No quiero que haga nada que pueda perjudicar a Ernesto, ¿comprende? -No es mi ánimo perjudicar a nadie. -¿Qué es lo que quiere entonces? -Tomar un trago, charlar un poco.

Salcedo se aflojó el nudo de la corbata y desprendió el botón del cuello. Estuvo un momento acariciándose la barbilla y puso algo más de líquido en su copa. -Yo a usted la he visto antes, señora. -¿Antes? -Hoy, sin ir más lejos. -¿Dónde? En un restaurante. Chino. Hasta le puedo decir el menú que pidió. Con un pestañeo apreció el impacto de esa información en la faz de ella. Dejó crecer el silencio y luego añadió fríamente: -Camarones.

La mujer acercó el vaso a sus labios y fue bebiendo lento su contenido hasta agotarlo. El hombre se apresuró a rellenárselo. Ella descruzó las piernas, y se hundió en el pequeño sillón, sacudiendo su cabellera. -¿Qué es lo que quiere? -Me cuesta decir lo que quiero. -Dinero. El hombre le indicó la copa rellena animándola con un gesto de las cejas a que se hiciera cargo de ella. Ella se miró las rodillas y decidió cubrirlas con la cartera que tomó de los pies del sillón. Me gustaría que me dejara ir. Puede irse cuando quiera. -La puerta está trabada. Usted sabe muy bien que no es eso lo que le impide irse. -¿Qué entonces? El doble adulterio, señora. -No lo entiendo. -Usted, su marido. Ernesto, la mujer de Ernesto.

Ella frotó el cuero de la cartera, como si quisiera protegerse en ese ademán. -¿Cómo sabe todo esto? Salcedo miró los muslos de la mujer, luego su frente, y finalmente su cabello castaño ligeramente desordenado. -"Quiero verte esta noche. ¿Lo puedes arreglar?" ¿Y tú?" "No me importa nada. Si tú puedes, yo puedo", recitó sin énfasis. La tecnología moderna, señora. Caen diputadas, senadores, generales. ¡Cómo no van a caer un par de amantes!

Ella abrió la cartera y extrajo un talonario de cheques enfundado en cuero azul. Lo abrió y alisándolo con las palmas, levantó conminatoria la barbilla hacia el hombre. -¿Cuánto? Salcedo adelantó una mano y la puso sobre el dorso de la de ella. -No sabría decirle cuánto. No tengo la práctica. Sin embargo, no parece un chantajista aficionado. -Sólo ato una cosa con otra y saco conclusiones. Ella liberó la mano y volvió a esgrimir la poderosa lapicera. -Un millón. ¿Le parece bien? -Con eso no pago ni el hotel, señora. Menos el champagne. Es francés. -Millón y medio. Salcedo fue hasta la cortina, la corrió con violencia, y luego abrió el enorme ventanal. El tráfico se atochaba en la desembocadura de Vespucio con la Kennedy y parecía que todos los conductores se hubieran puesto de acuerdo para tocar sus bocinas. Una ambulancia hacía girar la luz azul de su sirena sin que los vehículos lograran organizarse para cederle paso. Prefirió no mirarla cuando dijo: -Me cuesta mucho expresarme. Pero no es dinero lo que me interesa.

Ella se levantó y fue otra vez hacia el baño. Hizo correr el agua del lavatorio y se humedeció las mejillas. A través del espejo pudo ver que Salcedo se había acercado y la miraba. Puso dos dedos bajo el chorro y esta vez se mojó la frente apretando al mismo tiempo el ceño como si quisiera precisar el epicentro de una cefalea. Volvió hasta su copa y se sirvió el último sorbo. -¿Y usted no le llama "chantaje" a esto? El hombre hizo sonar una sonrisa golfa. -No, porque es la admiración lo que me mueve. No el dinero. -Y si no es chantaje, ¿cómo podría llamarlo? Salcedo levantó el labio y la ceja como Ernesto Mackenna. -¿Un "trueque"? -aventuró. Vino a su lado y con el dorso de la mano le acarició un pómulo. Ella levantó altiva sus ojos marrones enfrentándolo. -Hace mucho calor -dijo. Salcedo cogió entre sus dedos el botón superior de su blusa de seda y recorrió con las yemas su breve circunferencia cual si acariciara un pezón. Ese acto le reveló que el pecho de ella estaba convulso. Entonces rozó la parte superior de sus senos. Ella puso de súbito sus manos sobre las cejas, y luego se apretó las sienes con un gesto que parecía representar una descarga eléctrica dentro de su cráneo. -¿Qué le pasa? -preguntó Salcedo, abriendo el segundo botón, con la vista fija en los encajes del breve brassiere. La mujer observó la mano que manipulaba el resto de los botones y dijo con voz débil: -Soy una persona con tantos problemas. Y ahora esto. -Vamos, tómelo como una aventura. -Todo es tan complicado. -Eso mismo dijo en el teléfono. Salcedo desprendió el gancho del corpiño permitiendo que ambas partes cayeran sobre los senos. Dudó entre acercar sus labios para morder un pezón o esperar. Se contuvo. -Esta tarde estuve donde mi psiquiatra. Me encontró muy mal. -¿Por qué? -Por mis arrebatos. Me dejo llevar por mis impulsos. Hay veces que no puedo controlarme. -¿Cómo está tarde cuando se fue de golpe del restaurant sin servirse la comida? -¿También sabe eso? -Y también sé que usted me gusta mucho. Bajó la mano del pecho y acarició su vientre por encima de la falda. Abrazándola la condujo hasta la cama y la puso suavemente sobre la colcha color crema. El pelo se esparció y su rostro vulnerable quedó aún más expuesto en la frágil luz que cedía la lámpara de pie.

Cuando Salcedo aproximó su boca buscándole los labios, ella se los negó con un gemido. El mojó entonces su lóbulo derecho con la lengua y luego cogió vigorosamente su barbilla y la sostuvo para asestarle un beso. Ella apretó los labios y negó con la cabeza. -Abre la boca -le ordenó Salcedo, ronco. Ella obedeció con las mejillas mojadas por un violento llanto y el hombre entró con su lengua profundamente en su boca y lamió su paladar. Ella volvió a gemir, ahogada, y quiso desprenderse empujándolo de los hombros, pero él la contuvo imponiéndole todo su cuerpo encima. La mujer fingió que cedía, y cuando Salcedo aflojó la presión pudo resbalar por debajo de su tórax hasta caer del lecho. Se puso de pie de un salto y al ver el ademán de él ofreciéndole el brazo para volver a atraerla, retrocedió de espaldas. -No quiero esto -dijo agónica. -¿Qué es lo que quieres entonces? -preguntó Salcedo, levantándose. La mujer calzó temblando los botones de su blusa, y recorriendo con la vista la penumbra de la habitación, pareció buscar una respuesta en ese espacio. Absurdamente hizo un repetido movimiento de negación con el cuello y hundió la barbilla en sus manos entrelazadas. Una brisa condujo su atención hacia la ventana abierta, y entonces, con un impulso que le pareció de una velocidad irreal se lanzó al vacío sin dar señales de su intención, sin agregar una palabra. Salcedo se sintió súbitamente petrificado, frígido en el hielo y la lividez que le treparon de los pies a la nuca. Pensó "Dios mío", pero no tenía sonidos en la garganta. Al turbulento tráfico de la avenida, se sumó ahora el de una alarma en los pasillos del hotel, estridente y sincopada como la bocina de una bomba de incendios. Recogió su chaqueta caída en la alfombra y sin ponérsela fue hasta la puerta de salida. Mientras trataba de destrabar la cadena, oyó sonar la campanilla del teléfono celular. Levantando el seguro, Salcedo salió hacia el corredor con la firme decisión de dejar esta vez la llamada sin respuesta.

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