martes, 5 de febrero de 2013

El sapo










Juan José Arreola (México)


Salta de vez en cuando, solo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón. 


Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una
lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna
metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda
desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias. 


Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia
rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una
secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con
una abrumadora cualidad de espejo.

viernes, 25 de enero de 2013

Peces de colores en la azotea





 Yasunari Kawabata (Japón)




Había un espejo grande en la cabecera de la cama de Chiyoko. 

Cada noche, al soltarse el cabello y hundir la mejilla en la almohada, se
observaba detenidamente en el espejo. La visión de treinta o cuarenta peces de
colores cabeza de león aparecería, como rojas flores artificiales sumergidas en
un tanque de agua. Algunas noches también la luna se reflejaba entre ellos. 
Pero la luna no brillaba en el espejo a través de la ventana. En realidad,
Chiyoko veía el reflejo de la luna sobre el agua de los tanques en el jardín de
la azotea. El espejo era una ilusoria cortina de plata. A causa de esta mirada
aguzada, su mente tenía el mismo desgaste que la púa de un fonógrafo.
Sintiéndose incapaz de dejar la cama, allí se hacía irremediablemente vieja.
Sólo su cabello negro, esparcido sobre la almohada blanca, retenía su juvenil
esplendor. 
Una noche, sobre el marco de caoba del espejo se desplazaba un insecto alado.
Chiyoko saltó de la cama y golpeó la puerta del dormitorio de su padre. 
-Padre, padre, padre. 
Tirando de la manga de su padre, con sus manos azuladas, se precipitó hacia el
jardín de la azotea
Uno de los peces cabeza de león estaba muerto, flotando panza arriba, como
grávido de alguna extraña criatura. 
-Padre, perdón. ¿Puedes perdonarme? ¿No me perdonas? No puedo dormir. Me quedo
cuidándolos de noche, además. 
Su padre no dijo nada. Se limitó a observar los seis tanques como si estuviera
mirando ataúdes. 
Fue después de volver de Pekín que su padre instaló los tanques en la azotea y empezó
a criar peces
En Pekín había vivido con una concubina durante mucho tiempo. Chiyoko era hija
de esa concubina. 
Chiyoko tenía dieciséis años cuando regresaron a Japón. Era invierno. Mesas y
sillas traídas de Pekín estaban repartidas en la vieja habitación japonesa. Su
media hermana, mayor que ella, estaba sentada en una silla, Chiyoko en la
alfombra, y la miraba. 
-Pronto formaré parte de otra familia, así que no importa. Pero tú no eres una
hija legítima de mi padre. Viniste a esta casa y mi madre te cuidó. No lo
olvides. 
Cuando Chiyoko bajó la cabeza, su hermana puso los pies sobre sus hombros, y
después con un pie le levantó el mentón, obligándola a mirarla. Chiyoko le tomó
los pies y se largó a llorar. Los tenía agarrados, cuando su hermana logró
metérselos dentro del escote. 
-Está tan calentito. Quítame las medias y caliéntame los pies. 
Llorando, Chiyoko se las quitó y puso los pies helados sobre su pecho. 
Pronto la casa de estilo japonés fue remodelada con estilo occidental. El padre
ubicó los seis tanques en la azotea y emprendió la cría de los peces, y estaba
allí de la mañana a la noche. Invitaba a su casa a especialistas en peces de
colores de todo el país, y presentaba los peces en exposiciones, a veces
distantes hasta trescientos kilómetros. 
Con el tiempo, Chiyoko empezó a cuidar de los peces. Y día a día cada vez más
melancólica, no hacía otra cosa que observarlos. 
La verdadera madre de Chiyoko, que había vuelto a Japón y vivía en otra casa,
muy pronto tuvo ataques de histeria. Después de recobrar la calma, se convirtió
en un ser triste y silencioso. La belleza del rostro de la madre de Chiyoko era
la misma que cuando estaba en Pekín, pero su cutis de pronto se había vuelto
extrañamente oscuro. 
Entre los que iban a la casa de su padre había muchos pretendientes. Y a todos
estos jóvenes, Chiyoko les decía: 
-Traigan comida para los peces, algunas pulgas de agua. Tengo que alimentarlos. 
-¿Dónde podemos encontrar lo que pides? 
-Miren en las acequias. 
Pero todas las noches ella miraba el espejo. Y fue haciéndose tristemente más
vieja. Cumplió veintiséis. 
Su padre murió. Rompieron el lacre de su testamento, y en éste decía:
"Chiyoko no es hija mía".
Fue corriendo a su habitación para llorar. Le echó una mirada al espejo en la
cabecera de su cama, lanzó un chillido y subió corriendo al jardín de la
azotea
¿De dónde había venido? ¿Cuándo? Su madre estaba parada al lado de un tanque,
con su rostro oscuro. Su boca estaba llena de peces cabeza de león. La cola de
uno de ellos colgaba de su boca como una lengua. Aunque veía a su hija, la
mujer la ignoraba mientras se comía el pez. 
-¡Padre! -gritó la muchacha y golpeó su madre. Ésta cayó contra los ladrillos y
murió con el pez en la boca. 

Así, Chiyoko se vio liberada de su madre y de su padre. Recobró su juventud y
partió hacia una vida de felicidad.


martes, 22 de enero de 2013

Lo impensable (cuentecito)










Jacques Sternberg (Bélgica)

En aquel mundo en el que la mente humana no podía diferenciar lo vivo de lo inanimado ni distinguir los elementos que constituían el suelo, los hombres cometieron un grosero desliz que costó la vida de una tripulación.

Seducido por la deslumbrante orquestación vegetal que estallaba en medio de aquel paisaje cristalino, un biólogo cortó una planta de colores asombrosos y la colocó en un vaso con agua.
Ese gesto fue la causa del incidente.
No era una planta lo que el biólogo acababa de arrancar. Era el jefe de los guerreros de aquel mundo.

domingo, 23 de diciembre de 2012

ANTEPASADOS, de Virginia Woolf (UK)








Cuando Jack Renshaw hizo el estúpido y presuntuoso comentario de que no le gustaba ver
partidos de cricket, la señora Vallance pensó que debía llamar su atención de
algún modo, que debía hacerle comprender, sí, como a los demás jóvenes allí
reunidos, lo que habría dicho su padre; qué diferentes eran su padre y su
madre, sí, y también ella, de todo aquello; y qué trivial le resultaba todo
aquello al compararlo con hombres y mujeres realmente sencillos y dignos, como
su padre, como su querida madre.
-Aquí estamos -dijo de pronto-, encerrados en esta sofocante habitación,
mientras en el campo, donde yo nací... en Escocia... -(sentía la obligación de
hacer comprender a todos aquellos jóvenes, que a fin de cuentas eran muy
agradables, aunque algo cortos de estatura, lo que sentían su padre, su madre y
también ella, pues en el fondo era igual que ellos).
-¿Eres escocesa? -preguntó él.
No sabía pues quién era su padre; no sabía que era hija de John Ellis Rattray y
Catherine Macdonald.
Había pasado una noche en Edimburgo, dijo el señor Renshaw.
¡Una noche en Edimburgo! Y ella había pasado todos aquellos maravillosos años
allí... allí y en Elliottshaw, en la frontera de Nortumbria. Allí había
correteado en plena libertad entre las grosellas; hasta allí iban los amigos de
su padre, y ella, que no era más que una niña, había oído las conversaciones
más asombrosas de su época. Aún los veía, a su padre, a Sir Duncan Clements, al
señor Rogers (el anciano señor Rogers encarnaba su ideal de sabio griego),
sentados bajo el cedro; después de cenar, a la luz de las estrellas. Hablaban
de todo lo imaginable, eso le parecía ahora; eran demasiado tolerantes para
reírse de los demás. Le enseñaron a venerar la belleza. ¿Qué belleza había en
aquella sofocante habitación de Londres?
-Pobres flores -exclamó, pues había un par de claveles pisoteados, con los
pétalos aplastados; pero luego pensó que su preocupación por las flores era
casi excesiva. A su madre le encantaban las flores: le habían enseñado desde
muy niña que hacer daño a una flor era hacer daño a la cosa más exquisita de la
naturaleza. La naturaleza siempre había sido su pasión; las montañas, el mar.
Aquí, en Londres, miraba por la ventana y no veía más que casas... seres
humanos hacinados en pequeños cajones. Le resultaba imposible vivir en ese
ambiente. No soportaba pasear por Londres y ver a los niños jugando en la
calle. Tal vez era demasiado sensible; la vida sería imposible si todo el mundo
fuese como ella, pero cuando recordaba su propia infancia, y a su padre y a su
madre, y ese derroche de belleza y cuidados...
-¡Qué bonito vestido! -dijo Jack Renshaw; y a ella le pareció fatal... que un
hombre joven reparase en la ropa femenina. Su padre sentía auténtica veneración
por las mujeres pero jamás se fijó en cómo vestían. Y entre todas aquellas
muchachas no había ni una sola que pudiera considerarse hermosa... como lo
había sido su madre... su querida y majestuosa madre, que vestía igual en
invierno que en verano, hubiese o no hubiese invitados, pero que siempre
pareció ella misma, tanto cuando llevaba encajes como cuando envejeció, con su
pequeña cofia. Tras enviudar se pasaba las horas sentada entre las flores, y
más parecía estar entre fantasmas que con su familia, soñando con el pasado,
que es, pensó la señora Vallance, mucho más real que el presente en cierto
sentido. Pero ¿por qué? Es en el pasado, con aquellos maravillosos hombres y
mujeres, pensó, donde yo vivo realmente: son ellos quienes me conocen; sólo
ellos (y recordó el jardín bajo la luz de las estrellas y los árboles y al
anciano señor Rogers, y a su padre, con su chaqueta de lino blanco) me
comprendían. Sintió que los ojos le escocían como cuando se avecinan las lágrimas,
mientras permanecía allí de píe, en el salón de la señora Dalloway, mirando no
a esa gente, esas flores, esa ruidosa multitud, sino a sí misma, a la niña que
habría de viajar tan lejos, que recogía florecillas y luego se sentaba en la
cama del desván, que olía a madera de pino, para leer cuentos, poesía. Había
leído toda la obra de Shelley entre los doce y los quince años, y se lo
recitaba a su padre, con las manos escondidas detrás de la espalda, mientras él
se afeitaba. Las lágrimas comenzaron a ascender desde las profundidades de su
garganta mientras contemplaba esta imagen de sí misma y le añadía los
sufrimientos de toda una vida (había sufrido terriblemente)... la vida le había
pasado por encima como una rueda... la vida no era lo que le había parecido
entonces -era como esta fiesta- a la niña que recitaba a Shelley; con sus
penetrantes ojos negros. ¡Qué no habían visto después! Y eran sólo aquellas
personas, ahora muertas, enterradas en la tranquila Escocia, quienes la habían
conocido, quienes sabían lo que podía dar de sí... y sintió las lágrimas más
próximas al pensar en la niña con su vestido de algodón; qué grandes y negros
eran sus ojos; qué hermosa estaba recitando la «Oda al viento del Oeste»; qué
orgulloso de ella estaba su padre, y qué estupendo era él, y qué estupenda era
su madre, y cómo, cuando estaba con ellos, ella era tan pura, tan buena y tan
inteligente que podría aspirar a cualquier cosa. Si ellos hubiesen vivido y
ella se hubiese quedado con ellos en aquel jardín (que ahora se le aparecía
como el lugar donde había pasado toda su infancia, y siempre estaba iluminado
por las estrellas, y siempre era verano, y ellos siempre sentados bajo el
cedro, fumando, menos su madre, que soñaba a solas, con su cofia de viuda,
entre sus flores... y qué buenos y amables y respetuosos eran los viejos
sirvientes: Andrewes, el jardinero, y Jersy, la cocinera; y el viejo Sultán, el
perro de Terranova; y la enredadera, y el estanque, y la bomba del agua."
y la señora Vallance con aire muy digno y altivo y burlón, al comparar su vida
con las vidas de otros) y si aquella vida hubiese continuado eternamente, la
señora Vallance no sentiría lo que sentía ahora... y miró a Jack Renshaw y a la
muchacha cuyo vestido él admiraba... habría podido tener una existencia y
habría sido, ay, perfectamente feliz, perfectamente buena, en lugar de estar
aquí, obligada a escuchar a un joven que decía -rió casi con desdén y sin
embargo los ojos se le llenaron de lágrimas- ¡que no soportaba ver un partido
de cricket!


viernes, 7 de diciembre de 2012

Rostros


Yasunari Kawabata (Japón)








Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella, la audiencia lloraba también muchas veces. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente, si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.
No había ningún actor en toda la compañía capaz de hacer llorar a tantos en la platea como lo lograba esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz a una niña.
-No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella -dijo el padre de la criatura.
-Tampoco se parece a mí -dijo la joven-. Pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero al que no pudo comprender. Y sabrán que su vida como niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta de que había un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde donde hacía llorar a la audiencia, y el mundo real. Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.
Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la niña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.
Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.

Unos diez años más tarde, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se puso a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Pero ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una
niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.

domingo, 25 de noviembre de 2012

“¡Qué desigualdades!. Unos tanto y otros tan poco. Falta equilibrio, y el mundo parece que se cae. Todo se arreglaría si los que tienen mucho se lo diesen a los que no poseen nada. Pero ¿qué sobra?”








                                                        de D.  Benito Pérez Galdós



Qué buen libro hemos leído estos días en el club de lectura, qué bien escrito y cuántas historias dentro.  Está lleno de novelitas que conforman la novela, esto es a lo que llegamos como conclusión: hay muchas historias que, a veces, pueden entorpecer o desviar la novela en sí y que, sin ellas, no se concibe la obra, claro.  Toda la novela es reflejo de una época donde las clases sociales estaban claramente delimitadas y donde muy pocos tenían acceso a algo más.

Y los personajes… qué bien retratados y qué tópicos y característicos.  Desde las protagonistas, Fortunata y Jacinta, hasta los otros: Estupiñá (es un estudio de la obra, anotaban la coincidencia de este nombre con el de Estúpido ¿?¿?¿) Mauricia, la dura; doña Lupe, el boticario, todos los personas que desfilan por las tertulias del café; la iglesia siempre tan retratada y mal parada.

En fin, dado la cantidad de personajes que encontramos (se habla de unos 1.500!!!) y el papel que cada uno de ellos desempeña, es muy laborioso y largo el análisis de esta obra.

Pero sin duda y sin menospreciar a todos, el autor se encargó muy bien de  titular el libro con las dos figuras relevantes:  Fotunata y Jacinta.  Siendo antagónicas en sus orígenes, en sus intenciones y en sus vidas, estas señoras están irremediablemente condenadas a estar juntas en sus devenires: una, Fortunata, enamorada de quien no debe, de un hombre casado y de otro estatus social.  Y Jacinta, casada con aquel, perdidadamente enamorada de su marido y deseando tener un hijo que no puede concebir.  Pero que sí engendra Fortunata y que, al final de la historia, el dilema se soluciona de una forma lógica y favorable.  No diremos cómo para no desvelar el final de libro.

Está perfectamente bien escrito, utilizando un castellano lleno de referencias a la ciudad de Madrid, con sus calles y costumbres que a algunos tanto nos suena.   Un extenso glosario llena el libro.  Las calles del centro, los sitios de un Madrid costumbrista y propio del siglo XIX.  Los personajes están revestidos de todos los tópicos y caracteres singulares de unos años en donde la burguesía presumía de tener descendencia que no tuviera que trabajar o donde tener amantes era síntoma de distinción y las calles eran mareas de pobreza, incultura y malos olores.  Y ellas, las mujeres, resignadas a un destino que, por otro lado, era nada interesante, recluídas en el hogar dedicadas a las tareas de la casa y a criar a los hijos y cuidar de los maridos y, todo lo más, a hacer como doña Guillermina, obras de caridad.  Éstas mujeres, las de esta clase alta social, eran las afortunadas y a este grupo pertenece Jacinta.

El resto de las mujeres, la inmensa mayoría, son pobres desdichadas, sin formación, sin cultura y predestinadas a un mundo de miseria y calamidades, avocadas a una vida de penurias, donde poder subsistir también depende de sus encantosy argucias.  Este es el caso de Fortunata, enamorada y correspondida, del marido de Jacinta  con el que llega a tener dos hijos;  sabedora de su belleza y poder .  Muere el primer niño y el segundo es entregado a Jacinta y con ello se redondea todo el argumento del principio al fin del libro.

Y para concluir, “hay un mundo que se ve y otro que está debajo, escondido y lo de dentro gobierna lo de fuera, no anda el reloj, sino la máquina que no se ve”.


lunes, 19 de noviembre de 2012

COMIC sobre Virginia Woolf, reseña de periódico


La vitalidad de Virginia Woolf

Por:  16 de noviembre de 2012
Virginia_en el tren
En el prefacio de Virginia Woolf, la biografía gráfica de Michèle Gazier y Bernard Ciccolini que acaba de editar Impedimenta, la autora admite que "contar en cómic la vida de Virginia Woolf es todo un desafío". En parte, porque su existencia estuvo teñida de oscuridad y desesperación. "El verse sacudida demasiado pronto por la pérdida de su madre, el que su juventud estuviese jalonada por la muerte de familiares cercanos —su hermana, su hermano, su padre— sin duda forma parte de esa tristeza depresiva que se adivina en los retratos y las fotografías en los que aparece representada. Por supuesto, su diario muestra huellas de ese dolor, de ese malestar que la asaltaba a menudo".    
Virginia_22 años
"Pero ¿es esa razón para olvidar a la muchacha glotona y feliz de los veranos en Saint Ives? ¿Hay que dejar de lado a la joven de lengua afilada que en unas pocas palabras trazaba un retrato humorístico y cáustico de sus contemporáneos? ¿Hay que dejar en la sombra su trayectoria como militante feminista, bajo pretexto de que una mañana gris de la primavera de 1941, en lo más negro de la guerra, llenara sus bolsillos de piedras y se adentrara en el agua del río Ouse hasta hundirse?".
Virginia_St Ives
Virginia_lengua afilada
Virginia_abisinio
Virginia_feminista
Gazier y Ciccolini se respondieron que no. Descubrieron en las lecturas de los libros, los diarios y la correspondencia de la autora de Orlando y Una habitación propia que ésta desprendía un "impulso vital" que su marido Leonard Woolf y su sobrino y biógrafoQuentin Bell se habían empeñado en desmentir. Por eso, ellos se propusieron reflejar en las viñetas de su vida todas sus sombras, pero también, y sobre todo, sus luces.
Virginia Woolf de Michèle Gazier (guión) y Bernard Ciccolini (dibujos) está editado porImpedimenta. Todas las imágenes son cortesía de la editorial.