Irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler
Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler-1
Ricardo Rodríguez Rebelión
«Ármate de una justa desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón» Barón d'Holbach
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En los últimos tiempos parece haberse despertado en Occidente, entre otros en nuestro país, un renovado interés por las filosofías del irracionalismo.
Nietzsche está en boga, y es citado con profusión por autores de distintos y hasta opuestos campos políticos cuando tratan de las más variopintas materias. En las grandes librerías, los títulos del frenético pensador de Sils-Maria y los estudios acerca de él colman los estantes de las secciones de filosofía, que habitualmente se ubican junto a los volúmenes de ocultismo y religiones exóticas, detalle significativo porque también el espiritismo y la superstición atrapan a un número creciente de personas en las sociedades industrializadas. Nietzsche, junto a Ortega y Gasset, es el filósofo moderno obligatorio en los planes de estudios de enseñanzas medias. Casi se ha convertido en el filósofo por antonomasia. Incluso para los creadores de obras de ficción, literarias o cinematográficas, es de buen tono beber de Nietzsche, de Spengler, de Heidegger, de Vattimo o Baudrillard, dependiendo de la ocasión y la instrucción de cada quien.
No me atrevería a decir si se trata de una moda pasajera o nos encontramos ya por fin en el día después del posmodernismo (el post del post y el círculo que se cierra, Foucault estrechándose la mano con Ignacio de Loyola). Pero se me ha ocurrido que quizá no fuera tiempo perdido tratar de explicarse el por qué de estas nuevas reencarnaciones de Spengler. El resultado del intento tal vez no vaya a ser gran cosa, dado que tampoco alcanza a mucho mi talento.
1 Yo también leí a Nietzsche en mi adolescencia. Durante los veranos, en las horas de la siesta, sin importarme el calor sofocante ni las avispas que sobrevolaban amenazadoras los geranios, me sentaba en el suelo del patio de la casa paterna y leía con el fervor de quien reza, y luego volvía a leer, por las noches, hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, recostado sobre la almohada, rendido pero en tensión. Digerí a grandes bocados, embriagado de emoción, todas las páginas enardecidas de El Anticristo, El crepúsculo de los ídolos, La voluntad de poderío, La gaya ciencia, Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal... Todo, todo, todo. Cuanto cayó en mis manos escrito por el filósofo alemán o acerca de él lo devoré en las que recuerdo como las horas más dichosas y palpitantes de mi vida de lector. Incluida, naturalmente, aquella esclarecedora biografía que de Nietzsche compuso Lou Andreas Salomé, la mujer de la que el filósofo estuvo angustiosamente enamorado hasta su muerte.
El «filósofo seductor» lo llamó el profesor colombiano Zuleta Cortés en un libro por lo demás tan cargante como todos los textos de la copiosa tribu de los monaguillos de Zaratustra. Sin duda, para mí lo fue, como para muchos otros. Para muchos otros adolescentes, quiero decir. El mismo Zuleta Cortés cuenta en el preámbulo de su obra que descubrió a Nietzsche con diecisiete años, apenas tres años más tarde de lo que lo hice yo.
Con todo, ni siquiera Nietzsche tuvo para mí el efecto electrizante que muy poco después me provocaría La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler.
Me pareció la respuesta prodigiosa a cuantas perplejidades me atormentaban.
Dos volúmenes de más de setecientas páginas cada uno. Los leí en menos de semana y media. En aquel entonces no se me antojó insoportablemente vanidosa la afirmación, repetida cada puñado de páginas a lo largo de cada uno de los dos tomos, de que su autor era el primero en darse cuenta de algo y que antes de él la humanidad entera -excluido Goethe, y no siempre- había permanecido en las tinieblas. Ni reparé en la incongruencia de considerar arbitraria la división de la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna e intentar al mismo tiempo enclaustrarla con calzador en las categorías místicas de alma apolínea, fáustica y mágica. Y tampoco advertí, o bien pasé por alto porque eran otras mis preocupaciones más hondas, el desprecio por la democracia y el agresivo autoritarismo que transpiraba en cada párrafo. Sobre todo -he de confesarlo- no me estremeció entonces el pavoroso asco por los seres humanos de carne y hueso que manaba a borbotones en lo que leía.
Nada de ello me importaba. Spengler, igual que antes Nietzsche, acariciaba las fibras más ardientes de mis sentimientos. La pubertad es la época en la que uno empieza a forjar su temperamento, ha dejado de ser un niño pero todavía no es un adulto, y se esfuerza por afirmar su personalidad en un entorno en el que no se siente escuchado ni entendido, por no hablar de la creciente fogosidad sexual que te humedece las madrugadas. Es tan placentero en tal situación entregarse a la tentación de la soledad y la misantropía. Y Spengler y Nietzsche hacen de esa tentación adolescente una gesta heroica.
Te hacen sentir miembro de una estirpe selecta, marcado, como Max Demian, el personaje de Hermann Hesse, por el estigma de Caín. Resulta muy romántica y cautivadora la sensación de ser uno un incomprendido por el rebaño de los mediocres; desde luego es bastante más gratificante que reconocer que lo que te sucede no se sale de las frustraciones corrientes de miles de adolescentes en todo el mundo.
Pero, si no te vuelas la tapa de los sesos o te dejas atropellar por un tren, después de la adolescencia irremediablemente creces, maduras, y te das cuenta de que ni tú eres tan extraordinario ni los que te rodean son tan cretinos; al contrario, son poco más o menos como tú o como yo, con padecimientos, anhelos y alegrías no muy distintos a los nuestros. Y si además de seguir viviendo mantienes el gusto por la lectura y dispones de tiempo para cultivar ese gusto y para ampliar levemente tus horizontes mentales, acabas advirtiendo tarde o temprano la trampa de los encantadores irracionalistas. Y puedes, si es que quieres, dejar de engañarte. No hay manera de determinar la excepcionalidad de un ser humano sobre ninguno de sus semejantes. No existen las aristocracias naturales; absolutamente todos los castillos ideológicos que a lo largo de la historia han intentado demostrar la realidad de diferencias de grado entre el espíritu de las personas, todas las teorías elitistas, sea vetusto o posmoderno su lenguaje, persiguen justificar viejos, muy viejos privilegios, incluidas aquellas que adoptan un estilo de sedicente rebeldía y que se declaran enemigas del capitalismo, no por lo que éste tiene de injusto, sino por añoranza de las odiosas jerarquías del Antiguo Régimen. Y la abrumadora erudición que a menudo han exhibido metafísicos irracionalistas, vitalistas o existencialistas de toda laya no es más que un disfraz del antiguo y decrépito oscurantismo.
Ahora bien, yo, por propia experiencia, puedo entender que la fragilidad de la adolescencia de la que todos hemos estado aquejados se vea seducida por discursos que parecen describir la personal angustia de cada quien. Y cuando me siento en un vagón del metro delante de un quinceañero que lee con ojos ávidos El Anticristo, la mayor parte de las veces pienso con simpatía que por lo menos alguna inquietud sacude su corazón. Ya el mero hecho de encontrar a alguien leyendo algo distinto de El Código Da Vinci me emociona.
Después de todo, me digo, también él crecerá.
1 comentarios:
Exáctamente, menudo tinglado nos espera si queremos analizar las raices del Nacionalsocialismo fuera de sus razones económicos , por lo menos hasta Nietzsche hay que ir para encontrarnos con esta ideología de ser más de los demás y al mismo tiempo del nihilismo, pero es emocionante ...
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